Nací en el verano y cumplía siete.
Para mi madre hubiera sido bastante festejo convocar a las dos de sus hermanas que vivían en nuestra misma ciudad (donde había nacido mi padre y también yo) con las que se veía casi a diario. Ambas estaban casadas con hombres oriundos de su pueblo y tenían cada una un hijo, de mi edad. Su hermano menor no faltaría porque vivía con nosotros.
Mamá no se alegraba nunca por la presencia de mi abuela paterna ni de los hermanos ni hermanas de mi padre, como tampoco de sus familias respectivas. A veces mi padre tampoco se alegraba. En las prolongadas conversaciones que mantenían ambos, al final de los encuentros con parientes, si él se refería a sus consanguíneos lo hacía siempre con idéntica sentencia: "no saben vivir".
Uno de los cuatro lados del patio daba a un fondo abierto que era de tierra. El galpón de chapas, donde estaba el piletón, remataba la propiedad. Allí se instalaba semanalmente la lavandera, doña Águeda, y lavaba la ropa de todos los habitantes de la casa. También ese era un lugar de juegos para mí que pasaba horas trasvasando agua de uno a otro, entre muchísimos envases que había juntado.
Pintar el patio no era una empresa que pudiera resolverse muy rápidamente. El embaldosado medía fácilmente unos seis metros por cuatro y la altura de las tres paredes era considerable. A eso debían sumarse tres puertas que daban a nuestro cuarto principal, al baño y a la cocina; y también una escalera caracol de metal, por la que se llegaba a las habitaciones de las tres solteras.
Mi padre vaciló pero, incapaz de negarse, dos días después se apareció con la pintura. Buscó unos tachos, trapos, papel de diario y un par de pinceles muy grandes. Le pidió prestada al vecino de adelante una escalera y con casi todo listo, avisó que al día siguiente -viernes- al regreso del trabajo, comenzaría a pintar.
Empezó con ímpetu. Recogió el toldo hasta su nacimiento y blanqueó primero esa pared, desde el rollo de lona hacia abajo, hasta el piso. El sábado abrevió su venerada siesta y cubrió la pared lateral, que le costó mucho porque resultó altísima.
A medida que pintaba, yo veía nacer un patio desconocido para mí. Por ejemplo, con la aplicación de la pintura fueron expulsadas las telas de araña, cuyo diseño llamaba mi atención. Se fue la rajadura horizontal que dividía en dos la pared contra la cual tiraba mi pelota de goma, y que era la encargada de definir si el tiro merecía un tanto o no. Desaparecieron rayas y pequeños huecos en los que adivinaba rostros y formas, con los cuales practicaba el divino ejercicio de nombrar. Un tucán, igualito al que había visto en el libro de estampas, la mosca gigante, una cara parecida a la de una señorita que siempre pasaba por la vereda con el cuerpo muy erguido.
No alcanzaba a comprender por qué las paredes nuevas, que iba viendo surgir al ritmo que marcaba el sube y baja del pincel, eran mejores que las otras, las que conocía... Tal era lo que mostraba la expresión de mi madre, que aparecía con frecuencia -mate en mano. Por otra parte, jamás pensé que las marcas conocidas nunca volverían. De haberlo sabido, seguramente no hubiera compartido aquella aprobación, como lo hice. Aunque vale recordar que el rostro de ella era mi principal referente emocional. Mirarla era saber si lo que pasaba era motivo de risa o de llanto. Si la persona que entraba a la casa era bien recibida o no y, por supuesto, si lo que yo misma acababa de hacer le provocaba satisfacción o enojo.
Me llevó tanto tiempo identificar los nuevos personajes que habitaban ahora las paredes del patio que, cuando lo logré, ya casi no me interesaba ponerles nombre ni dialogar con ellos; tampoco imaginarlos en fila ni jugar a ser su maestra.
Por suerte, en el fondo estaba el piletón.
Se ve que la expectativa de ellos por mi fiesta era grande esa vez... O quizá la idea fue usar el cumpleaños de excusa para mejorar la casa... De uno u otro modo, supieron contagiarme un estado de ánimo, como hicieron con tantos otros sentires, supuestos y creencias. Al punto que no advertí lo que perdía en cada pincelada. Muchos, muchos años después supe que cuando un sueño se cumple quedan en el camino pedazos del alma. Dolores que la realización borra sólo defectuosamente. Así fue, me parece, lo que ocurrió con mis mascaritas del patio.
Cuando mi padre se disponía a pintar la tercera pared, notó que la pintura que quedaba no alcanzaría para cubrirla totalmente. Era domingo: estaba todo cerrado. El dinero escaseaba y también las ganas de seguir. Sus ojos se dirigieron al rollo de lona y la idea brotó inmediatamente: tiró de las cuerdas que liberaban el toldo y cuando el verde reemplazó al cielo y el toldo tocó la pared contraria, debido a la inclinación marcó una línea que dividió la pared, dejando a la vista -despintada aún- una superficie igual a la mitad o menos del total. El resto de la pared no se veía. Menos aún se vería de noche, pensó mi padre. Satisfecho, se acercó con el balde y la brocha y en un par de horas acabó la obra.
Los preparativos avanzaban y la mayoría de los convidados habían asegurado su presencia. Se acercaba la fecha y la única preocupación era que no se presentara lluvioso, como había ocurrido otros años.
El día de la fiesta, promediando enero, fue muy caluroso. Se comió abundantemente y se bebió también. Como otras veces, a eso de la medianoche las mesas fueron corridas, el vecino de adelante trajo su tocadiscos, lo conectó y puso música. Fox-trots, valses, pasodobles y algunos tangos comenzaron a animar la espléndida velada. Había parejas conocidas por su habilidad y otros a quienes simplemente les gustaba bailar.
El ritmo trajo calor y sed a los bailarines. Comenzaron a buscar refugio en las sillas que habían quedado contra las paredes y a solicitar a los anfitriones una vuelta más de cerveza -bien fría- que, desde temprano, perdía temperatura en un gran tambor de chapa, donde mi padre había introducido dos barras de hielo, trozadas a golpes de maza.
Dice el reiterado cuento familiar que cuando él fue para el fondo en busca de la cerveza, Abel -que así se llamaba el vecino de adelante- dio a sentarse en una silla cercana a la pared con trampa. Apoyó su cabeza, miró hacia arriba, y así pudo ver la diferencia de color existente de un lado y otro de la línea donde contactaban la lona y la pared. Una mirada cómplice a Tito, hermano menor de mi madre y amigo de las bromas pesadas -más la excusa del calor- bastaron para que juntos tiraran de las cuerdas del toldo que comenzó a recogerse, dejando al descubierto la pared a medio pintar y el secreto de mi padre.
Empezaron a llamar la atención de los invitados sobre el detalle de la línea que separaba la parte pintada de la que no lo estaba y a reirse a carcajadas.
Mi madre enrojeció. Con la mirada buscó a mi padre, que se demoraba en el fondo. Cuando él irrumpió nuevamente en la reunión, fue recibido con ruidosas risas que al principio no comprendió. Miró a mi madre que, en ese momento, se reía también... Tironeada entre festejarle la gracia a "el Tito", como llamaba a su hermano, o solidarizarse con el ridículo en que el descubrimiento acababa de sumir a mi padre.
Mis dos primos y yo jugábamos a un juego inventado por nosotros que consistía en estar entre los adultos, procurando pasar desapercibidos para ellos. Oculta bajo una mesa, en silencio y atenta a los movimientos, pude darme cuenta primero de la alteración que experimentó mi madre y un poco después de que mi padre era el blanco de las bromas, pero no comprendí por qué. Había visto como Abel y mi tío corrían el toldo, pero eso era algo que se hacía todos los días: no encontraba el motivo de tal alboroto.
A veces, cuando veía a la gente reírse fuerte me daba un poco de miedo... Me parecía que podían descontrolarse... Escupir... O vomitar... De hecho había presenciado ahogos en personas grandes que reían y reían a carcajadas y en un momento comenzaban a toser y no podían parar.
Creí ver que mi madre, a pesar de reírse, estaba nerviosa y me preocupó imaginar una pelea entre los dos al final de la fiesta. Mi padre reía con cada broma que le hacían. Aún con las que parecían más pesadas, a juzgar por el tono de disculpa que asumían algunos integrantes del grupo cuando otros las decían.
Los chistes de doble sentido se extendieron por el resto de la noche. Versaron sobre el precio de la pintura, la haraganería del pintor, la importancia de las rayas que dividen cosas, el intento fallido de engañar a un grupo de invitados demasiado lúcidos, la maldad de amigos y cuñados, el ofrecimiento de venir a pintarle el patio a mi madre, ya que a mi padre no le alcanzaba para pintárselo todo... y otros temas.
El asunto quedó en la memoria del grupo y no sólo sirvió para desatar las más ruidosas risotadas cada vez que fue rememorado sino para desafiar -y hasta desacreditar- a todos los que, por algún motivo, habían estado ausentes esa noche. Siempre lo escuché en presencia de mi padre y de por lo menos dos de los asistentes al acontecimiento. En todos los casos pude observar muchos detalles de la conducta de la gente: la necesidad imperiosa de reír, el afán de ridiculizar, la primacía que otorgaba haber presenciado el hecho.
Pero lo que más me llamó la atención siempre fue el modo en que lo festejaba mi padre: bajaba la cabeza y se reía con la boca cerrada. Como si deseara ocultar aún parte de su picardía... Como si él se burlase también de sus invitados, conservando otros secretos, mejor guardados. Como si quisiera que nadie descubriese otros mil detalles de nuestra vida, que permanecían escondidos bajo otras tantas pátinas inconclusas.