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jueves, 15 de noviembre de 2007

NACÍ EN EL VERANO



Nací en el verano y cumplía siete.

Para mi madre hubiera sido bastante festejo convocar a las dos de sus hermanas que vivían en nuestra misma ciudad (donde había nacido mi padre y también yo) con las que se veía casi a diario. Ambas estaban casadas con hombres oriundos de su pueblo y tenían cada una un hijo, de mi edad. Su hermano menor no faltaría porque vivía con nosotros.

Mamá no se alegraba nunca por la presencia de mi abuela paterna ni de los hermanos ni hermanas de mi padre, como tampoco de sus familias respectivas. A veces mi padre tampoco se alegraba. En las prolongadas conversaciones que mantenían ambos, al final de los encuentros con parientes, si él se refería a sus consanguíneos lo hacía siempre con idéntica sentencia: "no saben vivir".

Forzoso era invitar a nuestros vecinos. Alquilábamos dos habitaciones, cocina, baño y un patio en la parte de atrás de una gran casa. En las habitaciones que daban a la calle vivía otra familia: un matrimonio y dos hijos varones, muy amigables. No es que no hubiera diferencias: el baño, que estaba en nuestro patio y se compartía, era una especie de campo de batalla donde mi madre que se sentía dueña por proximidad, no quería que entraran los chicos del frente porque hacían toda clase de líos después que ella había limpiado. La historia de nuestra convivencia en esa suerte de conventillo de grandes ambientes (los he visto de muy pequeños), podría limitarse a comentar cosas acerca de la entrada y salida de aquel baño común, pero no es el tema de este relato. Tres hermanas solteras ocupaban las piezas ubicadas en el piso superior de nuestro sector, con un balcón rústico que asomaba al patio. Estaban invitadas y casi siempre concurrían. Era usual convocar también a reconocidos personajes del barrio, como el matrimonio ruso que era dueño de la mercería de la esquina o Pedro -el panadero- que todos los días, menos los lunes, traía su mercancía en carro. Algunos parientes cercanos de la familia de adelante, como los hermanos del hombre, a quienes por imitación de los muchachos, yo también llamaba “el tío Lalo” y “el tío Pocho”.

Cumplía cinco años. Según el anecdotario familiar, los preparativos habrían comenzado un par de semanas antes de la fecha.

Mi madre, como siempre, puso especial énfasis en la limpieza de la casa y -en particular- del patio donde se desarrollaría la fiesta, que estaba cubierto por un toldo de lona verde, que dejaba ver las paredes medio descascaradas. En un alarde de poder, le sugirió a mi padre que diera una pintada para mejorar todo.

Uno de los cuatro lados del patio daba a un fondo abierto que era de tierra. El galpón de chapas, donde estaba el piletón, remataba la propiedad. Allí se instalaba semanalmente la lavandera, doña Águeda, y lavaba la ropa de todos los habitantes de la casa. También ese era un lugar de juegos para mí que pasaba horas trasvasando agua de uno a otro, entre muchísimos envases que había juntado.

Pintar el patio no era una empresa que pudiera resolverse muy rápidamente. El embaldosado medía fácilmente unos seis metros por cuatro y la altura de las tres paredes era considerable. A eso debían sumarse tres puertas que daban a nuestro cuarto principal, al baño y a la cocina; y también una escalera caracol de metal, por la que se llegaba a las habitaciones de las tres solteras.

Mi padre vaciló pero, incapaz de negarse, dos días después se apareció con la pintura. Buscó unos tachos, trapos, papel de diario y un par de pinceles muy grandes. Le pidió prestada al vecino de adelante una escalera y con casi todo listo, avisó que al día siguiente -viernes- al regreso del trabajo, comenzaría a pintar.

Empezó con ímpetu. Recogió el toldo hasta su nacimiento y blanqueó primero esa pared, desde el rollo de lona hacia abajo, hasta el piso. El sábado abrevió su venerada siesta y cubrió la pared lateral, que le costó mucho porque resultó altísima.

A medida que pintaba, yo veía nacer un patio desconocido para mí. Por ejemplo, con la aplicación de la pintura fueron expulsadas las telas de araña, cuyo diseño llamaba mi atención. Se fue la rajadura horizontal que dividía en dos la pared contra la cual tiraba mi pelota de goma, y que era la encargada de definir si el tiro merecía un tanto o no. Desaparecieron rayas y pequeños huecos en los que adivinaba rostros y formas, con los cuales practicaba el divino ejercicio de nombrar. Un tucán, igualito al que había visto en el libro de estampas, la mosca gigante, una cara parecida a la de una señorita que siempre pasaba por la vereda con el cuerpo muy erguido.

No alcanzaba a comprender por qué las paredes nuevas, que iba viendo surgir al ritmo que marcaba el sube y baja del pincel, eran mejores que las otras, las que conocía... Tal era lo que mostraba la expresión de mi madre, que aparecía con frecuencia -mate en mano. Por otra parte, jamás pensé que las marcas conocidas nunca volverían. De haberlo sabido, seguramente no hubiera compartido aquella aprobación, como lo hice. Aunque vale recordar que el rostro de ella era mi principal referente emocional. Mirarla era saber si lo que pasaba era motivo de risa o de llanto. Si la persona que entraba a la casa era bien recibida o no y, por supuesto, si lo que yo misma acababa de hacer le provocaba satisfacción o enojo.

Me llevó tanto tiempo identificar los nuevos personajes que habitaban ahora las paredes del patio que, cuando lo logré, ya casi no me interesaba ponerles nombre ni dialogar con ellos; tampoco imaginarlos en fila ni jugar a ser su maestra.

Por suerte, en el fondo estaba el piletón.

Se ve que la expectativa de ellos por mi fiesta era grande esa vez... O quizá la idea fue usar el cumpleaños de excusa para mejorar la casa... De uno u otro modo, supieron contagiarme un estado de ánimo, como hicieron con tantos otros sentires, supuestos y creencias. Al punto que no advertí lo que perdía en cada pincelada. Muchos, muchos años después supe que cuando un sueño se cumple quedan en el camino pedazos del alma. Dolores que la realización borra sólo defectuosamente. Así fue, me parece, lo que ocurrió con mis mascaritas del patio.

Cuando mi padre se disponía a pintar la tercera pared, notó que la pintura que quedaba no alcanzaría para cubrirla totalmente. Era domingo: estaba todo cerrado. El dinero escaseaba y también las ganas de seguir. Sus ojos se dirigieron al rollo de lona y la idea brotó inmediatamente: tiró de las cuerdas que liberaban el toldo y cuando el verde reemplazó al cielo y el toldo tocó la pared contraria, debido a la inclinación marcó una línea que dividió la pared, dejando a la vista -despintada aún- una superficie igual a la mitad o menos del total. El resto de la pared no se veía. Menos aún se vería de noche, pensó mi padre. Satisfecho, se acercó con el balde y la brocha y en un par de horas acabó la obra.

Los preparativos avanzaban y la mayoría de los convidados habían asegurado su presencia. Se acercaba la fecha y la única preocupación era que no se presentara lluvioso, como había ocurrido otros años.

El día de la fiesta, promediando enero, fue muy caluroso. Se comió abundantemente y se bebió también. Como otras veces, a eso de la medianoche las mesas fueron corridas, el vecino de adelante trajo su tocadiscos, lo conectó y puso música. Fox-trots, valses, pasodobles y algunos tangos comenzaron a animar la espléndida velada. Había parejas conocidas por su habilidad y otros a quienes simplemente les gustaba bailar.

El ritmo trajo calor y sed a los bailarines. Comenzaron a buscar refugio en las sillas que habían quedado contra las paredes y a solicitar a los anfitriones una vuelta más de cerveza -bien fría- que, desde temprano, perdía temperatura en un gran tambor de chapa, donde mi padre había introducido dos barras de hielo, trozadas a golpes de maza.

Dice el reiterado cuento familiar que cuando él fue para el fondo en busca de la cerveza, Abel -que así se llamaba el vecino de adelante- dio a sentarse en una silla cercana a la pared con trampa. Apoyó su cabeza, miró hacia arriba, y así pudo ver la diferencia de color existente de un lado y otro de la línea donde contactaban la lona y la pared. Una mirada cómplice a Tito, hermano menor de mi madre y amigo de las bromas pesadas -más la excusa del calor- bastaron para que juntos tiraran de las cuerdas del toldo que comenzó a recogerse, dejando al descubierto la pared a medio pintar y el secreto de mi padre.

Empezaron a llamar la atención de los invitados sobre el detalle de la línea que separaba la parte pintada de la que no lo estaba y a reirse a carcajadas.

Mi madre enrojeció. Con la mirada buscó a mi padre, que se demoraba en el fondo. Cuando él irrumpió nuevamente en la reunión, fue recibido con ruidosas risas que al principio no comprendió. Miró a mi madre que, en ese momento, se reía también... Tironeada entre festejarle la gracia a "el Tito", como llamaba a su hermano, o solidarizarse con el ridículo en que el descubrimiento acababa de sumir a mi padre.

Mis dos primos y yo jugábamos a un juego inventado por nosotros que consistía en estar entre los adultos, procurando pasar desapercibidos para ellos. Oculta bajo una mesa, en silencio y atenta a los movimientos, pude darme cuenta primero de la alteración que experimentó mi madre y un poco después de que mi padre era el blanco de las bromas, pero no comprendí por qué. Había visto como Abel y mi tío corrían el toldo, pero eso era algo que se hacía todos los días: no encontraba el motivo de tal alboroto.

A veces, cuando veía a la gente reírse fuerte me daba un poco de miedo... Me parecía que podían descontrolarse... Escupir... O vomitar... De hecho había presenciado ahogos en personas grandes que reían y reían a carcajadas y en un momento comenzaban a toser y no podían parar.

Creí ver que mi madre, a pesar de reírse, estaba nerviosa y me preocupó imaginar una pelea entre los dos al final de la fiesta. Mi padre reía con cada broma que le hacían. Aún con las que parecían más pesadas, a juzgar por el tono de disculpa que asumían algunos integrantes del grupo cuando otros las decían.

Los chistes de doble sentido se extendieron por el resto de la noche. Versaron sobre el precio de la pintura, la haraganería del pintor, la importancia de las rayas que dividen cosas, el intento fallido de engañar a un grupo de invitados demasiado lúcidos, la maldad de amigos y cuñados, el ofrecimiento de venir a pintarle el patio a mi madre, ya que a mi padre no le alcanzaba para pintárselo todo... y otros temas.

El asunto quedó en la memoria del grupo y no sólo sirvió para desatar las más ruidosas risotadas cada vez que fue rememorado sino para desafiar -y hasta desacreditar- a todos los que, por algún motivo, habían estado ausentes esa noche. Siempre lo escuché en presencia de mi padre y de por lo menos dos de los asistentes al acontecimiento. En todos los casos pude observar muchos detalles de la conducta de la gente: la necesidad imperiosa de reír, el afán de ridiculizar, la primacía que otorgaba haber presenciado el hecho.

Pero lo que más me llamó la atención siempre fue el modo en que lo festejaba mi padre: bajaba la cabeza y se reía con la boca cerrada. Como si deseara ocultar aún parte de su picardía... Como si él se burlase también de sus invitados, conservando otros secretos, mejor guardados. Como si quisiera que nadie descubriese otros mil detalles de nuestra vida, que permanecían escondidos bajo otras tantas pátinas inconclusas.

jueves, 8 de noviembre de 2007

VASALLOS DE TU MIEL




El colegio inglés, cuyos claustros compartíamos, estaba dentro de uno de los barrios privados más caros del conurbano. Mi formación en una universidad europea había pesado para que fuera seleccionado entre muchos postulantes a la titularidad de la cátedra de Filosofía.

A veces sentía que estaba en ese lugar como un sirviente, como aquellas institutrices provenientes de familias inglesas pobres, que venían para sacar de la rusticidad a los hijos de los criollos. Otras veces me sentía un elegido: entonces pensaba que mi origen humilde no me había impedido formarme sólidamente, ni emigrar para completar mis estudios. Sin ellos, mis pies nunca hubieran hollado el recoleto bosque de coníferas que formaba parte del gran parque por el que transité muchos lunes, martes y jueves, durante aquel primer ciclo.

Me gustaba pasear por los jardines. Los jueves, en especial, tenía dos cursos separados entre sí por una hora. Saludaba brevemente a mis colegas, solicitaba un libro en la biblioteca y me escapaba a ese reducto donde las especies habían sido distribuídas en círculo. Podía sentarme en medio de ellas -ocupando un asiento redondo, de madera pulida- y sentirme contenido. En la ensoñación que me provocaba leer versos allí, llegué a pensar que los árboles eran hermanos mayores, fijados al rostro de la Tierra desde antes de mi nacimiento... Me permitía fantasear que, como yo, contaban los días para encontrarnos y así cada jueves me recibían, como harían con otras personas en otros momentos de la semana. Me entregaba a la idea de que eran ellos los que me habían convocado y les adjudicaba un rol activo en el placer que experimentaba.

La conocí por casualidad, una de aquellas tardes de jueves en el bosque. Nunca la había visto. Era una muchachita de quince, a lo sumo dieciseis años. Alumna del tercer ciclo, probablemente. Se acercó corriendo en dirección a donde yo estaba, seguida por un compañero. Torcieron el rumbo, sin verme. Al llegar a la zona de las thujas áureas, ocultos tras las copas doradas y lejos de las miradas de quienes podrían censurarlos, comenzaron a besarse apasionadamente.

Desde donde estaba veía perfectamente la escena. Ellos, en cambio, no podían verme. El primer impulso fue abandonar el lugar pero, si me ponía de pie y caminaba en cualquier dirección, inevitablemente haría ruido y descubrirían mi presencia. No sabía qué hacer. No deseaba molestar. Permanecí quieto e intenté concentrarme en la lectura del libro que había llevado. Era difícil. Los jóvenes daban rienda suelta a su mutua atracción: se abrazaban, se besaban y mordían sus labios con énfasis. Hasta podía ver el movimiento de sus lenguas, prepotentes, negándose a esperar turno para invadir la otra boca.

El deseo, esa sensación poderosa, me iba ganando... Una suerte de excitación agradable me transía. Poco después, las caricias rodaban sobre los uniformes: él manipulaba torpemente los pechos y ella le frotaba el sexo con la palma de su mano abierta. Estaba conmovido, acalorado e imaginaba mi cara enrojecida.

Sonó el timbre eléctrico que marcaba el inicio del recreo. Recién entonces comprendí que era parte de mi obligación denunciar el furtivo encuentro en horas de clase. No lo haría. “Me sentiría el más vulgar de los vigilantes”, pensé. Pero... ¿y si alguien nos había visto a los tres? Qué sería de mis anhelos de progreso? de mi carrera apenas comenzada?

Ellos regresaron corriendo y se mezclaron entre las decenas de jóvenes que acababan de ganar los patios y los pasillos. Los perdí de vista mientras caminaba hacia la biblioteca. Ya en la Sala de Profesores, entré al baño. En minutos comenzaría mi clase. Revisé el aliño de mi ropa: abroché el botón superior de la camisa y ajusté la corbata. Corregí mi peinado y me lavé las manos. Estaba listo. Me aprestaba a salir cuando entró el Profesor de Física. Saludó y yo también. Me alegró encontrarlo: era uno de los pocos que me trataba como a un par. Había muchas mujeres entre los docentes. La mayoría eran mayores, varias inglesas y casi todas feas.

La escena del bosque no me abandonó en toda la tarde. Había preparado especialmente la clase y eso contribuyó a que la dictara sin dificultad. Mientras viajaba de regreso a casa recordé varias veces lo que había visto. La idea de la extrema juventud de los dos me duró poco. No era importante. Volví a considerar mi responsabilidad ante las autoridades del colegio: tampoco me detuve en eso. Me precipité, en cambio, en una vorágine de poderosas sensaciones físicas que me agradaba reeditar y que nada tenían que ver con lo formal.

Ni el lunes ni el martes siguientes caminé por el pequeño bosque. No podía explicar por qué, si bien reconocía una expectativa asociada al jueves. Pero el encuentro de los jóvenes podría haber sido excepcional. No los había visto antes y quizá nunca se repitiera. A mis cavilaciones sucedían la ansiedad, el calor, la excitación... Volver a verlos en el arrebato del deseo se convirtió en una obsesión, acompañada del miedo a que las autoridades descubrieran mi presencia y, sobre todo, mi silencio cómplice. Sin proponérmelo, de repente me sentía dentro de aquella pareja, gozando con ellos de la clandestinidad y el dionisíaco arrobamiento.

Llegó el jueves. Finalizó mi primera clase y, más rápido que nunca, enfilé hacia el bosque de coníferas y me senté en el banco circular, en la misma posición de la semana anterior. Había llevado un libro de versos de mi propia biblioteca, lo abrí al azar y leí:

“Haz, amor,

que la lámpara duerma

pues en nosotros

el día ya despierta”

Los versos del maestro árabe me ayudaban a construir la espera. Preanunciaban lo que creía que iba a ocurrir. Pero la sorpresa golpeó de nuevo cuando, casi sobre el final de la hora intermedia, llegó ella sola. Se dirigió a las thujas y, en un momento, como si cambiara súbitamente de idea, enderezó hacia el banco circular. Me vió. Comencé a transpirar. Perdí mi mirada en el libro. Nervioso, rápido, leí:

“Vasallos de tu miel,

todos los colmenares te celebran”.

No mostró incomodidad por ser vista allí, en ese horario. Se sentó del otro lado del banco, dándome la espalda. Dos o tres minutos después, la escuché sollozar. Creía saber a qué se debían sus lágrimas, y sentí un fuerte impulso de acercarme, pero no estaba habilitado. Yo era un profesor de la casa que leía en el parque, esperando para entrar a dar clase y ella... ella era una niña. Una alumna a la que ni siquiera conocía. Pero la escena del jueves anterior, y lo que con el muchacho me había hecho sentir, pudieron más. Giré la cabeza, evitando levantarme.

-Puedo ayudarla? - pregunté.

-Salí de la clase porque no me sentía bien, -se justificó - estoy un poco mareada.

Mentía. Aún así, quería seguir hablándole y no sabía cómo. Me puse de pie y caminé dos pasos hacia ella.

-Soy el profesor Véliz -dije y extendí la mano. Tan formal, que representé hasta el último minuto de mis cuarenta y un años. La verdad es que aquella circunspección ocultaba extraños sentimientos.

-Cuál es su nombre? - agregué.

Ni yo entendía por qué la trataba de usted. Por qué quería dar a la conversación ese encuadre pesado. Si la hubiera encontrado en un boliche o en la calle, me hubiera conducido de manera natural. A qué temía?

Ella, secando sus lágrimas, respondió:

-Me llamo Zaida. Pero mis amigos me dicen Zai. Si querés, llamame Zai.

En ese momento recordé:

“Vasallos de tu miel,

todos los colmenares te celebran”.

-Zai..., -dije, sin darme cuenta.

Sonrió. Me miró a los ojos por primera vez y cuando dijo...:

-Repetí...

-Zai..., -obedecí. Y aún, probé: -...Zaida.


Estaba loco. Los ojos negros, la mirada lejana. No sé... Yo la había visto apretar con el compañero y, sin embargo, me la imaginaba inocente y eso me atraía al punto de hacerme olvidar quién era, qué hacía... Pero no podía permanecer ahí mirando embobado a una alumna, mientras a mi alrededor todo amenazaba resquebrajarse, incluída mi carrera. Intenté encuadrar, más rudamente:

-Por qué está aquí a esta hora? No es hora de clase para usted?

-Es una historia muy larga... y triste, además. ¿No me habías tuteado?

Sonó el timbre y se levantó para irse. Siempre aterrado de que alguien nos hubiera visto juntos, regresé a mi asiento. Se alejó unos pasos, retrocedió luego y en voz baja, ordenó:

- Repetime tu nombre.

-Me llamo Santiago -balbuceé.

Otro jueves trastornado. Mi segunda clase fue muy mala. Creo que muy pocos lo notaron, pero estaba perdido, me equivoqué dos veces en la presentación del tema y llamé de nuevo a exponer al mismo alumno que había evaluado la semana anterior. Al regresar, conduje muy lento hasta la salida, mirando a todos lados, como si en cualquier esquina pudiera aparecer la chica. Miraba las casas que están sobre la avenida de acceso, pretendiendo adivinar en cuál viviría.

A trescientos metros de allí, detuve el auto en la puerta del café “Otoño”. Necesitaba ordenarme.

No había nadie. Me senté en una mesa junto a la ventana. Saqué un cuaderno y anoté: “Vasallos de tus mieles, todos los colmenares te celebran”. Cuánto hacía que no memorizaba un poema, ni siquiera breve? Qué me estaba pasando? Me estaba enamorando de una chica de dieciseis, alumna del colegio donde trabajaba? Estaba caliente porque la había visto con el chico y eso me confundía? Empezaba a envejecer y apuntaba para “viejo verde”?

Desde donde estaba, podía ver la calle. Pedí un café con leche para darme tiempo. ¿Quería permanecer en la geografía de mi aventura...? ¿Cuál aventura, que no sea imaginar que una chica, ligera como las adolescentes de hoy, podría tener algo que ver conmigo que, visto desde ella, era un viejo? ¿La deseaba porque me calentó verla con otro, como a la heroína de una película porno...? ¿Quería competir con el flaquito que la tenía...? Todo mal... Todo muy mal.

Lo que pasó después me provocó un shock del que todavía no me he repuesto. En medio de mis cavilaciones, la ví por la ventana del bar. Avanzaba en bicicleta. Sólo nos separaban unos pocos metros, vidrio mediante. Por supuesto que me vio... Llegué a pensar que alguien me había seguido y le había dicho donde encontrarme. O que ella misma había esperado que yo saliera, oculta cerca de la casilla de seguridad.

Zai celebró nuestro segundo encuentro del día con su mejor sonrisa y unos tres minutos después estaba sentada a mi mesa.

-No traje plata -dijo - me invitás un café?

-Mozo! –fue mi respuesta.

No me animé a decirle “sí”, ni “por supuesto”, ni “no”, ni “no sé”... No me animé a nada porque estaba, y aún ahora lo estoy, alterado. Pensaba que era muy osada, pero no podía desconocer lo que me pasaba a mí, que no era menos atrevido. En cuanto a riesgos, mi adultez debió haberme llevado a actuar de otra manera y, sin embargo... En lugar de levantarme e irme, en lugar de salir corriendo para poner un límite claro entre ella y yo, cuando vino el café se me ocurrió tomar el sobre de azúcar, romperlo y echárselo en la taza.

Me miró sorprendida. Por un instante temí ser juzgado por viejo, como una momia. No fue así. Como respuesta, Zai puso su mano sobre la mía antes de que pudiera soltar el sobrecito vacío.

-Sos un amor... -dijo.

Sentí que me encendía por dentro.

Me pareció que el mozo algo advirtió. Mientras acomodaba una mesa comentó:

-Cómo está tu papá, Zaida?

Me pregunté si habría sido él quien le avisó de mis pasos. La mayoría de los alumnos tenía teléfono celular...

-Todo bien -respondió lacónica.

Tuvimos un intercambio de miradas y me pareció que la posibilidad de tomar un café con el profesor de sus compañeras mayores y, por qué no, de iniciar una aventura con él, le resultaba fascinante. Y quizá algo más que una aventura... Conocía varios casos de parejas de edades disímiles... Mientras el mayor fuera el hombre... pensé.

Divagué de este modo, mientras gozaba de su mirada profunda, cuando del interior de un auto - recién estacionado en la puerta - bajó un hombre elegantemente vestido, con aspecto deportivo. Tendría unos treinta y cinco, treinta y ocho años, era alto y bien parecido. Entró decidido al “Otoño” y se dirigió a nuestra mesa. Besó a mi acompañante en la mejilla y me miró, con una pregunta en el rostro. Ella dijo:

-Ted, él es el profe de Filosofía de Betsy... El doctor... Perdón, cuál es tu apellido? Vértiz, no?

-Véliz... Me llamo Santiago Véliz.

-Ted es mi padre. Nos encontramos los jueves aquí. Tengo cinco hermanos, yo soy la mayor, sabés... Me cuesta charlar a solas con él en casa.

El papá de Zaida se sentó en una mesa cerca del mostrador y desde allí conversó, en inglés, con el propietario del boliche. Ella se despidió:

-Te dejo... Seguro nos veremos. Gracias por el café.

-A vos por acompañarme- balbuceé.

-Y por el azúcar también... –agregó, seductora. Ah! Y también por lo del bosque... Cuántas cosas tengo que agradecerte...!

En segundos junté mis papeles, bebí un último sorbo de mi café con leche -frío, completamente frío- y salí.

viernes, 2 de noviembre de 2007

DE MINAS Y MINAS

Doña Catalina de Gipietro era viuda y había cumplido 73 en la última primavera. Vivía en la parte de atrás de una casa antigua, a unas cuadras del centro de una ciudad de provincia. Jubilada de costurera de una dependencia municipal, lo más importante para ella era la radio. La encendía cuando se despertaba, aún antes de levantarse. Pasaba largas horas escuchando una emisora de Buenos Aires. Siempre la misma.

-Sadima Muebles, decía la chica antes de las noticias... “Usted camina y camina y al final, compra en Sadima.

Doña Cata agregaba: “Rivadavia esquina Catamarca”. Y la chica: “la esquina de la economía”.

-“El palacio de la papa frita”, se escuchaba. Y la vieja replicaba: “donde siempre son las doce para comer”.

Repetía cada slogan contenta de recordarlo... Se ilusionaba con la idea de conocer esos lugares, aunque en cierto modo ya los conocía.

-Lo dijo la radio, -aseguraba cuando quería agregar énfasis a una afirmación.

Era como si las voces sin rostro que escuchaba pertenecieran a parientes o amigos que la acompañaban y le decían lo que era bueno y conveniente. La entretenían con novelas, le informaban si pasaba algo extraordinario, la hacían reír. Ponían la música que le gustaba. Le recomendaban qué comprar y ella sentía cierta pesadumbre por no poder hacer caso a todas las sugerencias: estaba lejos de la Capital y el dinero escaseaba.

En las habitaciones de adelante tenía sus oficinas un escribano de prestigio dudoso, al que sin embargo Doña Catalina respetaba mucho. Lo veía todos los días y se sentía bien conversando con él, aunque fuera de parada. En sus diálogos coincidían en criticar a dos o tres vecinos de la cuadra, a quienes odiaban. La chica del kiosco, por ejemplo. Cada uno tenía sus argumentos en contra de ella. El escribano le faltó el respeto un día que vino a hacerle una consulta, y la muchacha se lo contó a todo el barrio:

-Pelado asqueroso, -decía. –Viejo verde...

Doña Cata hablaba mal de ella ante quien quisiera escucharla:

-Flor de tilinga, siempre rodeada de machos en esa cueva donde trabaja, -solía decir.

Si contaba con audiencia favorable, se animaba:

-Seguro que lo interpretó mal al escribano, que es tan amable. No tienen vergüenza, día y noche con el culo apretado y después ¿qué quieren?

También odiaban al farmacéutico y a la mujer, porque eran judíos. Para el hombre, el origen era suficiente condición. La vieja agregaba que una noche -en vida de Gipietro- le había negado un remedio porque no contaban con el dinero para pagarlo.

-Cuántas veces le entregué ropa al fiado a la rusa de mierda!, -se lamentaba.

Lo que los había enemistado no era eso en realidad, sino un extraño y nunca bien contado evento, protagonizado por el Pocho -nieto de Doña Cata- que trabajó un tiempo de cadete en la farmacia. Se decía que la mujer de Soibelman se vio obligada a sacarlo de los fondillos por una macana que se mandó el muchacho -que ya en ese entonces la iba de pesado- con una cliente. La abuela hizo causa común y aumentó la hostilidad hacia “los rusos”, como los llamaba.

El escribano y la vieja eran aliados e incapaces de una deslealtad en estos temas. No es que no tuvieran diferencias. A veces el perro de Doña Cata no llegaba a la calle y orinaba en el hall de entrada, que era la sala de espera de la escribanía. Entonces él se ponía furioso. Amenazaba con darle al perro una patada letal y le gritaba a la vieja porque no lo controlaba. Hay que contar con que no tenía secretaria y -a puro rezongo- pagaba media mucama. Una vez a la semana, los lunes, la vieja hacía venir a la novia del nieto, para que limpiara adelante y, por el tema del perro, pagaban a medias. Para el viernes todo estaba otra vez sucio y olía a cigarro mezclado con pis. A veces Doña Cata pasaba un trapo, pero nunca había sido muy afecta a la limpieza y lo hacía mal.

Quizá fue para lograr el aseo de toda la casa -y no pagarlo-, o por la fantasía de hacerse unos pesos que la vieja aceptó traer al nieto y la novia a vivir en una piecita que le quedaba libre.

El Pocho era un tiro al aire. Culpa del padre -hijo mayor de Doña Cata- que lo único que le había enseñado era ir por los peringundines haciéndose el músico. Tocaba el piano en los boliches hasta cualquier hora de la noche. Pocas veces le pagaban, casi siempre venía borracho y con las huellas de alguna trompeadura. En una de esas había conocido a Margarita -“la Márgara”, le llamaba él-, que era flaquita, y tenía el pelo mal teñido. Al tiempo de vivir en lo de Catalina donde comía casi todos los días, engordó un poco y se la veía mejor. Doña Catalina la criticaba, con quien la quisiera oir:

-No le alcanza con esas tetas saltonas que tiene. También tiene que llevar la pollera corta y apretada. ¡Mi Dios!

Una madrugada de febrero, en pleno carnaval, el Pocho volvió del baile y la puerta sin llave le permitió entrar a pesar de su estado. Al pasar por el hall le pareció oir música y voces. O risas... Encaró por el pasillo en dirección al fondo y volvió a escuchar. Primero una voz finita, como un gemido. Después otra voz. Le llamó la atención pero nada más, apenas podía caminar agarrándose de las paredes. En el primer patio se apoyó en una columna, y más adelante en otra. Para continuar tuvo que soltarse. Pisó la rejilla, que estaba medio rota, se enganchó y trastabilló. Algo parecido a un salto en el aire lo proyectó contra la puerta del primer cuarto, donde dormía la abuela. Doña Catalina se despertó pero no quiso hacérselo notar. Si su nieto la descubría iba a querer conversar y no la largaba más. Se aguantó callada a ver si el borrachín conseguía llegar a destino.

El golpe contra la puerta pareció dar nuevos aires al Pocho que, lejos de continuar el viaje en dirección al fondo donde estaba su cuarto, encaró como de regreso. Se lo vio volver por el patio, con el rumbo perdido, a riesgo de romperse la crisma. Por la orientación de sus pasos se podía pensar que buscaba acercarse al lugar donde había oído las voces. Pasó la primera columna sin novedad, pero el choque con la segunda lo tiró al piso y producto del golpe -o a lo mejor del susto- vomitó. Fue a parar bastante cerca del límite entre el hall y el patio. Quedó en posición de gateo, con expresión de asco en el rostro y babeando vómito. Ciertos sonidos estertóreos salieron de su boca, acompañando escupidas y toses... Ahogos y nuevas escupidas.

En medio de ese concierto repugnante, se escuchó el chirriar de la puerta de la oficina de adelante, que dejó ver la silueta sorprendente del escribano, en calzoncillos. Tosió también, y se pasó la mano por la cabeza como queriendo ordenar las dos calles de su peinado, a los lados de la pelada. Había bebido mucho. Eructó. Miró al Pocho en cuatro patas como sin verlo, miró para adentro de la oficina y pareció ligar dos ideas. Se apresuró a cerrar la puerta. Pero el otro borracho, que captó la intención de ocultarse del escribano, gateó a gran velocidad y abrió la puerta de un cabezazo. La misma fuerza que lo había llevado hasta allí, lo asistió para que pudiera ponerse de pie, apoyándose con dificultad en el marco. La figura de la Márgara desnuda arriba del escritorio lo impactó, aún en su delirio. Abrió la boca casi cuadrada y lanzó un grito que parecía venir de la tierra, al tiempo que se acercaba al escribano sin darle tiempo a moverse. El rodillazo abajo lo había aprendido de la policía. Lo mató.

La muchacha aprovechó el instante del ataque para huir. No alcanzó a manotear nada. Salió a la calle desnuda como estaba. A los gritos, loca de miedo, corrió hacia la esquina. Alcanzó a ver la bola verde encendida en la puerta de la farmacia y tocó un timbre largo como la desesperación. El viejo nochero de los turnos la vio por la mirilla y no la quería dejar entrar pero Soibelman que acababa de llegar le ordenó al viejo que abriera la puerta. Fue adentro, buscó una manta, se la dio y ella descompuesta, desgreñada, temblando de desgracia, se tapó un poco. La hicieron sentar, le preguntaron qué le había pasado y le dieron un té. No hablaba.

-Se sabe de donde viene..., -murmuró el viejo nochero justificando su actitud, contraria a la de su patrón.

Doña Cata había jugado al solitario hasta las dos y media. Después se durmió hasta el primer golpe del Pocho. Le llamó la atención que no entrara y serían como las cinco ya cuando, curiosa, optó por levantarse. Estaba clareando pero las paredes altas conservaban la penumbra en el patio.

El ruido de los gargajos y las arcadas la llevó hasta el lugar donde el crimen se abrió paso, cortando la madrugada. Vio el cuerpo del escribano tirado de costado, todavía doblado por la cintura, mostrando la boca torcida de dolor y los ojos para afuera. La aterrorizó. Salió y el Pocho detrás de ella.

-Llamá a la Policía, abuela, -dijo. –Me cargué a este hijo de puta, viejo de mierda. ¿Qué voy a hacer ahora?

-Esperá... Esperá. Lavate las manos y la cara y vení a la pieza de la abuela. Ahora llamamos. Después llamamos. Esperá. Componete un poco. Mirá lo que parecés...

En la pieza de Catalina se escuchaba la radio que había encendido al abrir los ojos. Faltaban dos minutos para las siete y estaba la chica de las propagandas:

-El palacio de la papa frita, -dijo. –Donde siempre son las doce para comer.

-Rivadavia esquina Catamarca, -se adelantó mecánicamente la vieja.

-La esquina de la economía, -se oyó a la locutora que, en vez de continuar con “Usted camina y camina y al final compra en Sadima”, dijo “¿Siempre otra mina es “la mina”? ¿y al final? ¿y Catalina?”

O algo así.

Puso la pava. El Pocho apareció en el dintel de la puerta con las manos y la cara lavadas. Preguntó:

-¿Llamaste?

-Ya voy a llamar. Estoy pensando. Necesito un mate... ¿Vos no?

-¿Qué estás pensando, abuela? ¿Qué tenés que pensar? Llamá a la Policía, te digo. ¡Cómo me vine a desgraciar con esta guacha y este viejo... y la puta madre que los parió! ¿Será posible...?

Doña Catalina Gipietro parecía calmada. A medida que pasaban los minutos empezó a sonreír, hasta que rió por primera vez con un sonido todavía bajo. En cuanto el agua amenazó con hervir, puso un chorrito en el mate, chupó, escupió en la pileta y largó una carcajada del diablo. Y otra en seguida, más larga que la primera. Después empezó a hablar como explicando lo que había pasado a alguien que sólo ella veía.

El Pocho se asustó porque creyó que le estaba viniendo un ataque cerebral. Medio ahogada con la risa loca, haciendo gestos de acomodar su pelambre con una mano y con la otra apoyada en la cintura, dijo:

-¿Cómo en tantos años no me dí cuenta de lo que quería este viejo asqueroso? Al final tenía razón la chica del kiosco. Si no llega mi nieto en ese momento... no sé... Me mata. Ya lo tenía encima. Yo nunca le dí confianza... pero él, ¡quién sabe qué se pensaba...! Me la tendría jurada. Vaya a saber...Yo no sé qué me quería hacer, si me quería violar o qué. La gente está loca... ¡Tengo sesenta y cinco años!! Por favor!! O a lo mejor me quería robar… Qué se yo! Menos mal que el Pocho defendió a la abuela. Menos mal... ¡Menos mal! Si viene media hora después, no sé... Me salvó la vida mi Pocho. Más que la vida me salvó mi Pochito...