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jueves, 15 de noviembre de 2007

NACÍ EN EL VERANO



Nací en el verano y cumplía siete.

Para mi madre hubiera sido bastante festejo convocar a las dos de sus hermanas que vivían en nuestra misma ciudad (donde había nacido mi padre y también yo) con las que se veía casi a diario. Ambas estaban casadas con hombres oriundos de su pueblo y tenían cada una un hijo, de mi edad. Su hermano menor no faltaría porque vivía con nosotros.

Mamá no se alegraba nunca por la presencia de mi abuela paterna ni de los hermanos ni hermanas de mi padre, como tampoco de sus familias respectivas. A veces mi padre tampoco se alegraba. En las prolongadas conversaciones que mantenían ambos, al final de los encuentros con parientes, si él se refería a sus consanguíneos lo hacía siempre con idéntica sentencia: "no saben vivir".

Forzoso era invitar a nuestros vecinos. Alquilábamos dos habitaciones, cocina, baño y un patio en la parte de atrás de una gran casa. En las habitaciones que daban a la calle vivía otra familia: un matrimonio y dos hijos varones, muy amigables. No es que no hubiera diferencias: el baño, que estaba en nuestro patio y se compartía, era una especie de campo de batalla donde mi madre que se sentía dueña por proximidad, no quería que entraran los chicos del frente porque hacían toda clase de líos después que ella había limpiado. La historia de nuestra convivencia en esa suerte de conventillo de grandes ambientes (los he visto de muy pequeños), podría limitarse a comentar cosas acerca de la entrada y salida de aquel baño común, pero no es el tema de este relato. Tres hermanas solteras ocupaban las piezas ubicadas en el piso superior de nuestro sector, con un balcón rústico que asomaba al patio. Estaban invitadas y casi siempre concurrían. Era usual convocar también a reconocidos personajes del barrio, como el matrimonio ruso que era dueño de la mercería de la esquina o Pedro -el panadero- que todos los días, menos los lunes, traía su mercancía en carro. Algunos parientes cercanos de la familia de adelante, como los hermanos del hombre, a quienes por imitación de los muchachos, yo también llamaba “el tío Lalo” y “el tío Pocho”.

Cumplía cinco años. Según el anecdotario familiar, los preparativos habrían comenzado un par de semanas antes de la fecha.

Mi madre, como siempre, puso especial énfasis en la limpieza de la casa y -en particular- del patio donde se desarrollaría la fiesta, que estaba cubierto por un toldo de lona verde, que dejaba ver las paredes medio descascaradas. En un alarde de poder, le sugirió a mi padre que diera una pintada para mejorar todo.

Uno de los cuatro lados del patio daba a un fondo abierto que era de tierra. El galpón de chapas, donde estaba el piletón, remataba la propiedad. Allí se instalaba semanalmente la lavandera, doña Águeda, y lavaba la ropa de todos los habitantes de la casa. También ese era un lugar de juegos para mí que pasaba horas trasvasando agua de uno a otro, entre muchísimos envases que había juntado.

Pintar el patio no era una empresa que pudiera resolverse muy rápidamente. El embaldosado medía fácilmente unos seis metros por cuatro y la altura de las tres paredes era considerable. A eso debían sumarse tres puertas que daban a nuestro cuarto principal, al baño y a la cocina; y también una escalera caracol de metal, por la que se llegaba a las habitaciones de las tres solteras.

Mi padre vaciló pero, incapaz de negarse, dos días después se apareció con la pintura. Buscó unos tachos, trapos, papel de diario y un par de pinceles muy grandes. Le pidió prestada al vecino de adelante una escalera y con casi todo listo, avisó que al día siguiente -viernes- al regreso del trabajo, comenzaría a pintar.

Empezó con ímpetu. Recogió el toldo hasta su nacimiento y blanqueó primero esa pared, desde el rollo de lona hacia abajo, hasta el piso. El sábado abrevió su venerada siesta y cubrió la pared lateral, que le costó mucho porque resultó altísima.

A medida que pintaba, yo veía nacer un patio desconocido para mí. Por ejemplo, con la aplicación de la pintura fueron expulsadas las telas de araña, cuyo diseño llamaba mi atención. Se fue la rajadura horizontal que dividía en dos la pared contra la cual tiraba mi pelota de goma, y que era la encargada de definir si el tiro merecía un tanto o no. Desaparecieron rayas y pequeños huecos en los que adivinaba rostros y formas, con los cuales practicaba el divino ejercicio de nombrar. Un tucán, igualito al que había visto en el libro de estampas, la mosca gigante, una cara parecida a la de una señorita que siempre pasaba por la vereda con el cuerpo muy erguido.

No alcanzaba a comprender por qué las paredes nuevas, que iba viendo surgir al ritmo que marcaba el sube y baja del pincel, eran mejores que las otras, las que conocía... Tal era lo que mostraba la expresión de mi madre, que aparecía con frecuencia -mate en mano. Por otra parte, jamás pensé que las marcas conocidas nunca volverían. De haberlo sabido, seguramente no hubiera compartido aquella aprobación, como lo hice. Aunque vale recordar que el rostro de ella era mi principal referente emocional. Mirarla era saber si lo que pasaba era motivo de risa o de llanto. Si la persona que entraba a la casa era bien recibida o no y, por supuesto, si lo que yo misma acababa de hacer le provocaba satisfacción o enojo.

Me llevó tanto tiempo identificar los nuevos personajes que habitaban ahora las paredes del patio que, cuando lo logré, ya casi no me interesaba ponerles nombre ni dialogar con ellos; tampoco imaginarlos en fila ni jugar a ser su maestra.

Por suerte, en el fondo estaba el piletón.

Se ve que la expectativa de ellos por mi fiesta era grande esa vez... O quizá la idea fue usar el cumpleaños de excusa para mejorar la casa... De uno u otro modo, supieron contagiarme un estado de ánimo, como hicieron con tantos otros sentires, supuestos y creencias. Al punto que no advertí lo que perdía en cada pincelada. Muchos, muchos años después supe que cuando un sueño se cumple quedan en el camino pedazos del alma. Dolores que la realización borra sólo defectuosamente. Así fue, me parece, lo que ocurrió con mis mascaritas del patio.

Cuando mi padre se disponía a pintar la tercera pared, notó que la pintura que quedaba no alcanzaría para cubrirla totalmente. Era domingo: estaba todo cerrado. El dinero escaseaba y también las ganas de seguir. Sus ojos se dirigieron al rollo de lona y la idea brotó inmediatamente: tiró de las cuerdas que liberaban el toldo y cuando el verde reemplazó al cielo y el toldo tocó la pared contraria, debido a la inclinación marcó una línea que dividió la pared, dejando a la vista -despintada aún- una superficie igual a la mitad o menos del total. El resto de la pared no se veía. Menos aún se vería de noche, pensó mi padre. Satisfecho, se acercó con el balde y la brocha y en un par de horas acabó la obra.

Los preparativos avanzaban y la mayoría de los convidados habían asegurado su presencia. Se acercaba la fecha y la única preocupación era que no se presentara lluvioso, como había ocurrido otros años.

El día de la fiesta, promediando enero, fue muy caluroso. Se comió abundantemente y se bebió también. Como otras veces, a eso de la medianoche las mesas fueron corridas, el vecino de adelante trajo su tocadiscos, lo conectó y puso música. Fox-trots, valses, pasodobles y algunos tangos comenzaron a animar la espléndida velada. Había parejas conocidas por su habilidad y otros a quienes simplemente les gustaba bailar.

El ritmo trajo calor y sed a los bailarines. Comenzaron a buscar refugio en las sillas que habían quedado contra las paredes y a solicitar a los anfitriones una vuelta más de cerveza -bien fría- que, desde temprano, perdía temperatura en un gran tambor de chapa, donde mi padre había introducido dos barras de hielo, trozadas a golpes de maza.

Dice el reiterado cuento familiar que cuando él fue para el fondo en busca de la cerveza, Abel -que así se llamaba el vecino de adelante- dio a sentarse en una silla cercana a la pared con trampa. Apoyó su cabeza, miró hacia arriba, y así pudo ver la diferencia de color existente de un lado y otro de la línea donde contactaban la lona y la pared. Una mirada cómplice a Tito, hermano menor de mi madre y amigo de las bromas pesadas -más la excusa del calor- bastaron para que juntos tiraran de las cuerdas del toldo que comenzó a recogerse, dejando al descubierto la pared a medio pintar y el secreto de mi padre.

Empezaron a llamar la atención de los invitados sobre el detalle de la línea que separaba la parte pintada de la que no lo estaba y a reirse a carcajadas.

Mi madre enrojeció. Con la mirada buscó a mi padre, que se demoraba en el fondo. Cuando él irrumpió nuevamente en la reunión, fue recibido con ruidosas risas que al principio no comprendió. Miró a mi madre que, en ese momento, se reía también... Tironeada entre festejarle la gracia a "el Tito", como llamaba a su hermano, o solidarizarse con el ridículo en que el descubrimiento acababa de sumir a mi padre.

Mis dos primos y yo jugábamos a un juego inventado por nosotros que consistía en estar entre los adultos, procurando pasar desapercibidos para ellos. Oculta bajo una mesa, en silencio y atenta a los movimientos, pude darme cuenta primero de la alteración que experimentó mi madre y un poco después de que mi padre era el blanco de las bromas, pero no comprendí por qué. Había visto como Abel y mi tío corrían el toldo, pero eso era algo que se hacía todos los días: no encontraba el motivo de tal alboroto.

A veces, cuando veía a la gente reírse fuerte me daba un poco de miedo... Me parecía que podían descontrolarse... Escupir... O vomitar... De hecho había presenciado ahogos en personas grandes que reían y reían a carcajadas y en un momento comenzaban a toser y no podían parar.

Creí ver que mi madre, a pesar de reírse, estaba nerviosa y me preocupó imaginar una pelea entre los dos al final de la fiesta. Mi padre reía con cada broma que le hacían. Aún con las que parecían más pesadas, a juzgar por el tono de disculpa que asumían algunos integrantes del grupo cuando otros las decían.

Los chistes de doble sentido se extendieron por el resto de la noche. Versaron sobre el precio de la pintura, la haraganería del pintor, la importancia de las rayas que dividen cosas, el intento fallido de engañar a un grupo de invitados demasiado lúcidos, la maldad de amigos y cuñados, el ofrecimiento de venir a pintarle el patio a mi madre, ya que a mi padre no le alcanzaba para pintárselo todo... y otros temas.

El asunto quedó en la memoria del grupo y no sólo sirvió para desatar las más ruidosas risotadas cada vez que fue rememorado sino para desafiar -y hasta desacreditar- a todos los que, por algún motivo, habían estado ausentes esa noche. Siempre lo escuché en presencia de mi padre y de por lo menos dos de los asistentes al acontecimiento. En todos los casos pude observar muchos detalles de la conducta de la gente: la necesidad imperiosa de reír, el afán de ridiculizar, la primacía que otorgaba haber presenciado el hecho.

Pero lo que más me llamó la atención siempre fue el modo en que lo festejaba mi padre: bajaba la cabeza y se reía con la boca cerrada. Como si deseara ocultar aún parte de su picardía... Como si él se burlase también de sus invitados, conservando otros secretos, mejor guardados. Como si quisiera que nadie descubriese otros mil detalles de nuestra vida, que permanecían escondidos bajo otras tantas pátinas inconclusas.

jueves, 8 de noviembre de 2007

VASALLOS DE TU MIEL




El colegio inglés, cuyos claustros compartíamos, estaba dentro de uno de los barrios privados más caros del conurbano. Mi formación en una universidad europea había pesado para que fuera seleccionado entre muchos postulantes a la titularidad de la cátedra de Filosofía.

A veces sentía que estaba en ese lugar como un sirviente, como aquellas institutrices provenientes de familias inglesas pobres, que venían para sacar de la rusticidad a los hijos de los criollos. Otras veces me sentía un elegido: entonces pensaba que mi origen humilde no me había impedido formarme sólidamente, ni emigrar para completar mis estudios. Sin ellos, mis pies nunca hubieran hollado el recoleto bosque de coníferas que formaba parte del gran parque por el que transité muchos lunes, martes y jueves, durante aquel primer ciclo.

Me gustaba pasear por los jardines. Los jueves, en especial, tenía dos cursos separados entre sí por una hora. Saludaba brevemente a mis colegas, solicitaba un libro en la biblioteca y me escapaba a ese reducto donde las especies habían sido distribuídas en círculo. Podía sentarme en medio de ellas -ocupando un asiento redondo, de madera pulida- y sentirme contenido. En la ensoñación que me provocaba leer versos allí, llegué a pensar que los árboles eran hermanos mayores, fijados al rostro de la Tierra desde antes de mi nacimiento... Me permitía fantasear que, como yo, contaban los días para encontrarnos y así cada jueves me recibían, como harían con otras personas en otros momentos de la semana. Me entregaba a la idea de que eran ellos los que me habían convocado y les adjudicaba un rol activo en el placer que experimentaba.

La conocí por casualidad, una de aquellas tardes de jueves en el bosque. Nunca la había visto. Era una muchachita de quince, a lo sumo dieciseis años. Alumna del tercer ciclo, probablemente. Se acercó corriendo en dirección a donde yo estaba, seguida por un compañero. Torcieron el rumbo, sin verme. Al llegar a la zona de las thujas áureas, ocultos tras las copas doradas y lejos de las miradas de quienes podrían censurarlos, comenzaron a besarse apasionadamente.

Desde donde estaba veía perfectamente la escena. Ellos, en cambio, no podían verme. El primer impulso fue abandonar el lugar pero, si me ponía de pie y caminaba en cualquier dirección, inevitablemente haría ruido y descubrirían mi presencia. No sabía qué hacer. No deseaba molestar. Permanecí quieto e intenté concentrarme en la lectura del libro que había llevado. Era difícil. Los jóvenes daban rienda suelta a su mutua atracción: se abrazaban, se besaban y mordían sus labios con énfasis. Hasta podía ver el movimiento de sus lenguas, prepotentes, negándose a esperar turno para invadir la otra boca.

El deseo, esa sensación poderosa, me iba ganando... Una suerte de excitación agradable me transía. Poco después, las caricias rodaban sobre los uniformes: él manipulaba torpemente los pechos y ella le frotaba el sexo con la palma de su mano abierta. Estaba conmovido, acalorado e imaginaba mi cara enrojecida.

Sonó el timbre eléctrico que marcaba el inicio del recreo. Recién entonces comprendí que era parte de mi obligación denunciar el furtivo encuentro en horas de clase. No lo haría. “Me sentiría el más vulgar de los vigilantes”, pensé. Pero... ¿y si alguien nos había visto a los tres? Qué sería de mis anhelos de progreso? de mi carrera apenas comenzada?

Ellos regresaron corriendo y se mezclaron entre las decenas de jóvenes que acababan de ganar los patios y los pasillos. Los perdí de vista mientras caminaba hacia la biblioteca. Ya en la Sala de Profesores, entré al baño. En minutos comenzaría mi clase. Revisé el aliño de mi ropa: abroché el botón superior de la camisa y ajusté la corbata. Corregí mi peinado y me lavé las manos. Estaba listo. Me aprestaba a salir cuando entró el Profesor de Física. Saludó y yo también. Me alegró encontrarlo: era uno de los pocos que me trataba como a un par. Había muchas mujeres entre los docentes. La mayoría eran mayores, varias inglesas y casi todas feas.

La escena del bosque no me abandonó en toda la tarde. Había preparado especialmente la clase y eso contribuyó a que la dictara sin dificultad. Mientras viajaba de regreso a casa recordé varias veces lo que había visto. La idea de la extrema juventud de los dos me duró poco. No era importante. Volví a considerar mi responsabilidad ante las autoridades del colegio: tampoco me detuve en eso. Me precipité, en cambio, en una vorágine de poderosas sensaciones físicas que me agradaba reeditar y que nada tenían que ver con lo formal.

Ni el lunes ni el martes siguientes caminé por el pequeño bosque. No podía explicar por qué, si bien reconocía una expectativa asociada al jueves. Pero el encuentro de los jóvenes podría haber sido excepcional. No los había visto antes y quizá nunca se repitiera. A mis cavilaciones sucedían la ansiedad, el calor, la excitación... Volver a verlos en el arrebato del deseo se convirtió en una obsesión, acompañada del miedo a que las autoridades descubrieran mi presencia y, sobre todo, mi silencio cómplice. Sin proponérmelo, de repente me sentía dentro de aquella pareja, gozando con ellos de la clandestinidad y el dionisíaco arrobamiento.

Llegó el jueves. Finalizó mi primera clase y, más rápido que nunca, enfilé hacia el bosque de coníferas y me senté en el banco circular, en la misma posición de la semana anterior. Había llevado un libro de versos de mi propia biblioteca, lo abrí al azar y leí:

“Haz, amor,

que la lámpara duerma

pues en nosotros

el día ya despierta”

Los versos del maestro árabe me ayudaban a construir la espera. Preanunciaban lo que creía que iba a ocurrir. Pero la sorpresa golpeó de nuevo cuando, casi sobre el final de la hora intermedia, llegó ella sola. Se dirigió a las thujas y, en un momento, como si cambiara súbitamente de idea, enderezó hacia el banco circular. Me vió. Comencé a transpirar. Perdí mi mirada en el libro. Nervioso, rápido, leí:

“Vasallos de tu miel,

todos los colmenares te celebran”.

No mostró incomodidad por ser vista allí, en ese horario. Se sentó del otro lado del banco, dándome la espalda. Dos o tres minutos después, la escuché sollozar. Creía saber a qué se debían sus lágrimas, y sentí un fuerte impulso de acercarme, pero no estaba habilitado. Yo era un profesor de la casa que leía en el parque, esperando para entrar a dar clase y ella... ella era una niña. Una alumna a la que ni siquiera conocía. Pero la escena del jueves anterior, y lo que con el muchacho me había hecho sentir, pudieron más. Giré la cabeza, evitando levantarme.

-Puedo ayudarla? - pregunté.

-Salí de la clase porque no me sentía bien, -se justificó - estoy un poco mareada.

Mentía. Aún así, quería seguir hablándole y no sabía cómo. Me puse de pie y caminé dos pasos hacia ella.

-Soy el profesor Véliz -dije y extendí la mano. Tan formal, que representé hasta el último minuto de mis cuarenta y un años. La verdad es que aquella circunspección ocultaba extraños sentimientos.

-Cuál es su nombre? - agregué.

Ni yo entendía por qué la trataba de usted. Por qué quería dar a la conversación ese encuadre pesado. Si la hubiera encontrado en un boliche o en la calle, me hubiera conducido de manera natural. A qué temía?

Ella, secando sus lágrimas, respondió:

-Me llamo Zaida. Pero mis amigos me dicen Zai. Si querés, llamame Zai.

En ese momento recordé:

“Vasallos de tu miel,

todos los colmenares te celebran”.

-Zai..., -dije, sin darme cuenta.

Sonrió. Me miró a los ojos por primera vez y cuando dijo...:

-Repetí...

-Zai..., -obedecí. Y aún, probé: -...Zaida.


Estaba loco. Los ojos negros, la mirada lejana. No sé... Yo la había visto apretar con el compañero y, sin embargo, me la imaginaba inocente y eso me atraía al punto de hacerme olvidar quién era, qué hacía... Pero no podía permanecer ahí mirando embobado a una alumna, mientras a mi alrededor todo amenazaba resquebrajarse, incluída mi carrera. Intenté encuadrar, más rudamente:

-Por qué está aquí a esta hora? No es hora de clase para usted?

-Es una historia muy larga... y triste, además. ¿No me habías tuteado?

Sonó el timbre y se levantó para irse. Siempre aterrado de que alguien nos hubiera visto juntos, regresé a mi asiento. Se alejó unos pasos, retrocedió luego y en voz baja, ordenó:

- Repetime tu nombre.

-Me llamo Santiago -balbuceé.

Otro jueves trastornado. Mi segunda clase fue muy mala. Creo que muy pocos lo notaron, pero estaba perdido, me equivoqué dos veces en la presentación del tema y llamé de nuevo a exponer al mismo alumno que había evaluado la semana anterior. Al regresar, conduje muy lento hasta la salida, mirando a todos lados, como si en cualquier esquina pudiera aparecer la chica. Miraba las casas que están sobre la avenida de acceso, pretendiendo adivinar en cuál viviría.

A trescientos metros de allí, detuve el auto en la puerta del café “Otoño”. Necesitaba ordenarme.

No había nadie. Me senté en una mesa junto a la ventana. Saqué un cuaderno y anoté: “Vasallos de tus mieles, todos los colmenares te celebran”. Cuánto hacía que no memorizaba un poema, ni siquiera breve? Qué me estaba pasando? Me estaba enamorando de una chica de dieciseis, alumna del colegio donde trabajaba? Estaba caliente porque la había visto con el chico y eso me confundía? Empezaba a envejecer y apuntaba para “viejo verde”?

Desde donde estaba, podía ver la calle. Pedí un café con leche para darme tiempo. ¿Quería permanecer en la geografía de mi aventura...? ¿Cuál aventura, que no sea imaginar que una chica, ligera como las adolescentes de hoy, podría tener algo que ver conmigo que, visto desde ella, era un viejo? ¿La deseaba porque me calentó verla con otro, como a la heroína de una película porno...? ¿Quería competir con el flaquito que la tenía...? Todo mal... Todo muy mal.

Lo que pasó después me provocó un shock del que todavía no me he repuesto. En medio de mis cavilaciones, la ví por la ventana del bar. Avanzaba en bicicleta. Sólo nos separaban unos pocos metros, vidrio mediante. Por supuesto que me vio... Llegué a pensar que alguien me había seguido y le había dicho donde encontrarme. O que ella misma había esperado que yo saliera, oculta cerca de la casilla de seguridad.

Zai celebró nuestro segundo encuentro del día con su mejor sonrisa y unos tres minutos después estaba sentada a mi mesa.

-No traje plata -dijo - me invitás un café?

-Mozo! –fue mi respuesta.

No me animé a decirle “sí”, ni “por supuesto”, ni “no”, ni “no sé”... No me animé a nada porque estaba, y aún ahora lo estoy, alterado. Pensaba que era muy osada, pero no podía desconocer lo que me pasaba a mí, que no era menos atrevido. En cuanto a riesgos, mi adultez debió haberme llevado a actuar de otra manera y, sin embargo... En lugar de levantarme e irme, en lugar de salir corriendo para poner un límite claro entre ella y yo, cuando vino el café se me ocurrió tomar el sobre de azúcar, romperlo y echárselo en la taza.

Me miró sorprendida. Por un instante temí ser juzgado por viejo, como una momia. No fue así. Como respuesta, Zai puso su mano sobre la mía antes de que pudiera soltar el sobrecito vacío.

-Sos un amor... -dijo.

Sentí que me encendía por dentro.

Me pareció que el mozo algo advirtió. Mientras acomodaba una mesa comentó:

-Cómo está tu papá, Zaida?

Me pregunté si habría sido él quien le avisó de mis pasos. La mayoría de los alumnos tenía teléfono celular...

-Todo bien -respondió lacónica.

Tuvimos un intercambio de miradas y me pareció que la posibilidad de tomar un café con el profesor de sus compañeras mayores y, por qué no, de iniciar una aventura con él, le resultaba fascinante. Y quizá algo más que una aventura... Conocía varios casos de parejas de edades disímiles... Mientras el mayor fuera el hombre... pensé.

Divagué de este modo, mientras gozaba de su mirada profunda, cuando del interior de un auto - recién estacionado en la puerta - bajó un hombre elegantemente vestido, con aspecto deportivo. Tendría unos treinta y cinco, treinta y ocho años, era alto y bien parecido. Entró decidido al “Otoño” y se dirigió a nuestra mesa. Besó a mi acompañante en la mejilla y me miró, con una pregunta en el rostro. Ella dijo:

-Ted, él es el profe de Filosofía de Betsy... El doctor... Perdón, cuál es tu apellido? Vértiz, no?

-Véliz... Me llamo Santiago Véliz.

-Ted es mi padre. Nos encontramos los jueves aquí. Tengo cinco hermanos, yo soy la mayor, sabés... Me cuesta charlar a solas con él en casa.

El papá de Zaida se sentó en una mesa cerca del mostrador y desde allí conversó, en inglés, con el propietario del boliche. Ella se despidió:

-Te dejo... Seguro nos veremos. Gracias por el café.

-A vos por acompañarme- balbuceé.

-Y por el azúcar también... –agregó, seductora. Ah! Y también por lo del bosque... Cuántas cosas tengo que agradecerte...!

En segundos junté mis papeles, bebí un último sorbo de mi café con leche -frío, completamente frío- y salí.

viernes, 2 de noviembre de 2007

DE MINAS Y MINAS

Doña Catalina de Gipietro era viuda y había cumplido 73 en la última primavera. Vivía en la parte de atrás de una casa antigua, a unas cuadras del centro de una ciudad de provincia. Jubilada de costurera de una dependencia municipal, lo más importante para ella era la radio. La encendía cuando se despertaba, aún antes de levantarse. Pasaba largas horas escuchando una emisora de Buenos Aires. Siempre la misma.

-Sadima Muebles, decía la chica antes de las noticias... “Usted camina y camina y al final, compra en Sadima.

Doña Cata agregaba: “Rivadavia esquina Catamarca”. Y la chica: “la esquina de la economía”.

-“El palacio de la papa frita”, se escuchaba. Y la vieja replicaba: “donde siempre son las doce para comer”.

Repetía cada slogan contenta de recordarlo... Se ilusionaba con la idea de conocer esos lugares, aunque en cierto modo ya los conocía.

-Lo dijo la radio, -aseguraba cuando quería agregar énfasis a una afirmación.

Era como si las voces sin rostro que escuchaba pertenecieran a parientes o amigos que la acompañaban y le decían lo que era bueno y conveniente. La entretenían con novelas, le informaban si pasaba algo extraordinario, la hacían reír. Ponían la música que le gustaba. Le recomendaban qué comprar y ella sentía cierta pesadumbre por no poder hacer caso a todas las sugerencias: estaba lejos de la Capital y el dinero escaseaba.

En las habitaciones de adelante tenía sus oficinas un escribano de prestigio dudoso, al que sin embargo Doña Catalina respetaba mucho. Lo veía todos los días y se sentía bien conversando con él, aunque fuera de parada. En sus diálogos coincidían en criticar a dos o tres vecinos de la cuadra, a quienes odiaban. La chica del kiosco, por ejemplo. Cada uno tenía sus argumentos en contra de ella. El escribano le faltó el respeto un día que vino a hacerle una consulta, y la muchacha se lo contó a todo el barrio:

-Pelado asqueroso, -decía. –Viejo verde...

Doña Cata hablaba mal de ella ante quien quisiera escucharla:

-Flor de tilinga, siempre rodeada de machos en esa cueva donde trabaja, -solía decir.

Si contaba con audiencia favorable, se animaba:

-Seguro que lo interpretó mal al escribano, que es tan amable. No tienen vergüenza, día y noche con el culo apretado y después ¿qué quieren?

También odiaban al farmacéutico y a la mujer, porque eran judíos. Para el hombre, el origen era suficiente condición. La vieja agregaba que una noche -en vida de Gipietro- le había negado un remedio porque no contaban con el dinero para pagarlo.

-Cuántas veces le entregué ropa al fiado a la rusa de mierda!, -se lamentaba.

Lo que los había enemistado no era eso en realidad, sino un extraño y nunca bien contado evento, protagonizado por el Pocho -nieto de Doña Cata- que trabajó un tiempo de cadete en la farmacia. Se decía que la mujer de Soibelman se vio obligada a sacarlo de los fondillos por una macana que se mandó el muchacho -que ya en ese entonces la iba de pesado- con una cliente. La abuela hizo causa común y aumentó la hostilidad hacia “los rusos”, como los llamaba.

El escribano y la vieja eran aliados e incapaces de una deslealtad en estos temas. No es que no tuvieran diferencias. A veces el perro de Doña Cata no llegaba a la calle y orinaba en el hall de entrada, que era la sala de espera de la escribanía. Entonces él se ponía furioso. Amenazaba con darle al perro una patada letal y le gritaba a la vieja porque no lo controlaba. Hay que contar con que no tenía secretaria y -a puro rezongo- pagaba media mucama. Una vez a la semana, los lunes, la vieja hacía venir a la novia del nieto, para que limpiara adelante y, por el tema del perro, pagaban a medias. Para el viernes todo estaba otra vez sucio y olía a cigarro mezclado con pis. A veces Doña Cata pasaba un trapo, pero nunca había sido muy afecta a la limpieza y lo hacía mal.

Quizá fue para lograr el aseo de toda la casa -y no pagarlo-, o por la fantasía de hacerse unos pesos que la vieja aceptó traer al nieto y la novia a vivir en una piecita que le quedaba libre.

El Pocho era un tiro al aire. Culpa del padre -hijo mayor de Doña Cata- que lo único que le había enseñado era ir por los peringundines haciéndose el músico. Tocaba el piano en los boliches hasta cualquier hora de la noche. Pocas veces le pagaban, casi siempre venía borracho y con las huellas de alguna trompeadura. En una de esas había conocido a Margarita -“la Márgara”, le llamaba él-, que era flaquita, y tenía el pelo mal teñido. Al tiempo de vivir en lo de Catalina donde comía casi todos los días, engordó un poco y se la veía mejor. Doña Catalina la criticaba, con quien la quisiera oir:

-No le alcanza con esas tetas saltonas que tiene. También tiene que llevar la pollera corta y apretada. ¡Mi Dios!

Una madrugada de febrero, en pleno carnaval, el Pocho volvió del baile y la puerta sin llave le permitió entrar a pesar de su estado. Al pasar por el hall le pareció oir música y voces. O risas... Encaró por el pasillo en dirección al fondo y volvió a escuchar. Primero una voz finita, como un gemido. Después otra voz. Le llamó la atención pero nada más, apenas podía caminar agarrándose de las paredes. En el primer patio se apoyó en una columna, y más adelante en otra. Para continuar tuvo que soltarse. Pisó la rejilla, que estaba medio rota, se enganchó y trastabilló. Algo parecido a un salto en el aire lo proyectó contra la puerta del primer cuarto, donde dormía la abuela. Doña Catalina se despertó pero no quiso hacérselo notar. Si su nieto la descubría iba a querer conversar y no la largaba más. Se aguantó callada a ver si el borrachín conseguía llegar a destino.

El golpe contra la puerta pareció dar nuevos aires al Pocho que, lejos de continuar el viaje en dirección al fondo donde estaba su cuarto, encaró como de regreso. Se lo vio volver por el patio, con el rumbo perdido, a riesgo de romperse la crisma. Por la orientación de sus pasos se podía pensar que buscaba acercarse al lugar donde había oído las voces. Pasó la primera columna sin novedad, pero el choque con la segunda lo tiró al piso y producto del golpe -o a lo mejor del susto- vomitó. Fue a parar bastante cerca del límite entre el hall y el patio. Quedó en posición de gateo, con expresión de asco en el rostro y babeando vómito. Ciertos sonidos estertóreos salieron de su boca, acompañando escupidas y toses... Ahogos y nuevas escupidas.

En medio de ese concierto repugnante, se escuchó el chirriar de la puerta de la oficina de adelante, que dejó ver la silueta sorprendente del escribano, en calzoncillos. Tosió también, y se pasó la mano por la cabeza como queriendo ordenar las dos calles de su peinado, a los lados de la pelada. Había bebido mucho. Eructó. Miró al Pocho en cuatro patas como sin verlo, miró para adentro de la oficina y pareció ligar dos ideas. Se apresuró a cerrar la puerta. Pero el otro borracho, que captó la intención de ocultarse del escribano, gateó a gran velocidad y abrió la puerta de un cabezazo. La misma fuerza que lo había llevado hasta allí, lo asistió para que pudiera ponerse de pie, apoyándose con dificultad en el marco. La figura de la Márgara desnuda arriba del escritorio lo impactó, aún en su delirio. Abrió la boca casi cuadrada y lanzó un grito que parecía venir de la tierra, al tiempo que se acercaba al escribano sin darle tiempo a moverse. El rodillazo abajo lo había aprendido de la policía. Lo mató.

La muchacha aprovechó el instante del ataque para huir. No alcanzó a manotear nada. Salió a la calle desnuda como estaba. A los gritos, loca de miedo, corrió hacia la esquina. Alcanzó a ver la bola verde encendida en la puerta de la farmacia y tocó un timbre largo como la desesperación. El viejo nochero de los turnos la vio por la mirilla y no la quería dejar entrar pero Soibelman que acababa de llegar le ordenó al viejo que abriera la puerta. Fue adentro, buscó una manta, se la dio y ella descompuesta, desgreñada, temblando de desgracia, se tapó un poco. La hicieron sentar, le preguntaron qué le había pasado y le dieron un té. No hablaba.

-Se sabe de donde viene..., -murmuró el viejo nochero justificando su actitud, contraria a la de su patrón.

Doña Cata había jugado al solitario hasta las dos y media. Después se durmió hasta el primer golpe del Pocho. Le llamó la atención que no entrara y serían como las cinco ya cuando, curiosa, optó por levantarse. Estaba clareando pero las paredes altas conservaban la penumbra en el patio.

El ruido de los gargajos y las arcadas la llevó hasta el lugar donde el crimen se abrió paso, cortando la madrugada. Vio el cuerpo del escribano tirado de costado, todavía doblado por la cintura, mostrando la boca torcida de dolor y los ojos para afuera. La aterrorizó. Salió y el Pocho detrás de ella.

-Llamá a la Policía, abuela, -dijo. –Me cargué a este hijo de puta, viejo de mierda. ¿Qué voy a hacer ahora?

-Esperá... Esperá. Lavate las manos y la cara y vení a la pieza de la abuela. Ahora llamamos. Después llamamos. Esperá. Componete un poco. Mirá lo que parecés...

En la pieza de Catalina se escuchaba la radio que había encendido al abrir los ojos. Faltaban dos minutos para las siete y estaba la chica de las propagandas:

-El palacio de la papa frita, -dijo. –Donde siempre son las doce para comer.

-Rivadavia esquina Catamarca, -se adelantó mecánicamente la vieja.

-La esquina de la economía, -se oyó a la locutora que, en vez de continuar con “Usted camina y camina y al final compra en Sadima”, dijo “¿Siempre otra mina es “la mina”? ¿y al final? ¿y Catalina?”

O algo así.

Puso la pava. El Pocho apareció en el dintel de la puerta con las manos y la cara lavadas. Preguntó:

-¿Llamaste?

-Ya voy a llamar. Estoy pensando. Necesito un mate... ¿Vos no?

-¿Qué estás pensando, abuela? ¿Qué tenés que pensar? Llamá a la Policía, te digo. ¡Cómo me vine a desgraciar con esta guacha y este viejo... y la puta madre que los parió! ¿Será posible...?

Doña Catalina Gipietro parecía calmada. A medida que pasaban los minutos empezó a sonreír, hasta que rió por primera vez con un sonido todavía bajo. En cuanto el agua amenazó con hervir, puso un chorrito en el mate, chupó, escupió en la pileta y largó una carcajada del diablo. Y otra en seguida, más larga que la primera. Después empezó a hablar como explicando lo que había pasado a alguien que sólo ella veía.

El Pocho se asustó porque creyó que le estaba viniendo un ataque cerebral. Medio ahogada con la risa loca, haciendo gestos de acomodar su pelambre con una mano y con la otra apoyada en la cintura, dijo:

-¿Cómo en tantos años no me dí cuenta de lo que quería este viejo asqueroso? Al final tenía razón la chica del kiosco. Si no llega mi nieto en ese momento... no sé... Me mata. Ya lo tenía encima. Yo nunca le dí confianza... pero él, ¡quién sabe qué se pensaba...! Me la tendría jurada. Vaya a saber...Yo no sé qué me quería hacer, si me quería violar o qué. La gente está loca... ¡Tengo sesenta y cinco años!! Por favor!! O a lo mejor me quería robar… Qué se yo! Menos mal que el Pocho defendió a la abuela. Menos mal... ¡Menos mal! Si viene media hora después, no sé... Me salvó la vida mi Pocho. Más que la vida me salvó mi Pochito...

lunes, 29 de octubre de 2007

MIGAS EN EL PISO



Era una reunión pequeña pero relevante. Participaban los encargados de tres conventillos del mismo barrio. La importancia radicaba en un hecho reciente, que interesaba a los tres: la presencia de cierto pájaro en una de las casas y en cómo había influído ésto en su propio ánimo y en el de los inquilinos.

El gallego Don Cosme había convocado la noche anterior para la junta, que se llevó a cabo en un cuarto deshabitado del tugurio que él regenteaba. Angosto y húmedo, su moblaje se reducía a una cama doble destartalada, y un cajón de los que se usan para embalar manzanas, que servía de mesa de luz. Una lamparita colgada, enroscada en un portalámparas de obra, iluminaba el ambiente. El dueño de casa acercó sillas cuando sus invitados llegaron, a eso de las siete de la tarde.

Había ginebra, cubana y fernet. Al principio apenas si tomaron. Rato después, cuando entraron en confianza, hubo copiosas libaciones por parte de los tres. Para las nueve de la noche, se había cumplido ya el ritual de hablar de fútbol, carreras y quinielas y el ánimo general estaba imbuido de vapores etílicos.

Don Lázaro, que administraba un inquilinato en la manzana de enfrente, sacó el tema. Dijo que después de lo de ayer, nunca más alojaría en su casa a parejas con chicos.

-Puede parecer muy terminante -dijo - pero a mí no me van a joder.

Juan Carlos, el más joven, intentó explicar los hechos ya que la situación de mentas había ocurrido en sus dominios.

-La mujer, pobre... –contó - hizo lo que había que hacer... Se le lastimó la piba y salió volando. Corrió las cuatro cuadras que hay de casa a la salita.

Agregó que Susana, su esposa, se había quedado a cuidar al otro nene, mientras la madre llevaba a la chica al dispensario.

Después escuchó a Don Cosme, a quien admiraba. En virtud de la ginebra consumida, el gallego se largó con que en su niñez había oído decir que si un pájaro oscuro sobrevolaba la casa, alguna desgracia vendría antes del mes.

Animado por las palabras de aquel hombre a quien su padre tanto había estimado, Juan Carlos agregó que una tardecita, hace más de veinte días, la alemana que está con el hijo en la piecita de arriba, había visto un pajarraco verdoso revolotear por el patio. Parecido a un loro, había dicho, pero no tan grande. Y más oscuro.

-Mi mujer me dijo que la mayor de las tres solteras que están en la habitación del fondo le dijo que menos mal que no había migas en el piso... Parece que si baja a comer del piso de la casa, el daño es peor.

-Y cómo sabe que no había migas en el piso? –se incorporó Don Lázaro que, aún bebido, se resistía a un planteo tan fantástico - acá los culpables no son los pájaros, viejo...

-Ah, no sé... –claudicó el joven. Lo que me parece que después de todo, no es para tanto...

-¿Te parece que no es para tanto? ¿Qué le falta? A ustedes, los jóvenes, no les importa nada... Acaso no sabés que cuando la mujer volvió de la salita vio por la ventana del frente al marido con la chica que vive sola…?

-Bueno, Lázaro –dijo Juan Carlos - ¿y qué tiene de malo que esté en otra pieza?

- Lo vio, ¿no entendés? Lo vió con sus propios ojos en la pieza de la otra. Ella con la piba alzada, recién cosida... Se hizo un tajo que mama mía la nena, chabón. Cuando el tipo volvió, lo echó a la mierda.

- Don Lázaro tiene razón... –reprendió Don Cosme audaz. Pero permita que le diga, Lázaro, que las historias de pájaros son terribles... De joven vivía yo en una casa como las nuestras, verán ustedes... y había una familia húngara que tenía un cuervo amaestrado. Todos le tenían desconfianza, por aquello de “cría cuervos”, ¿no? Pero los húngaros lo querían al cuervo, lo trataban como si fuera un perro. En el verano se sentaba la familia a tomar algo en el patio y ahí estaba el pajarón ese...No va a creer que le tironeaba el pelo a las niñas, para que le den pan o lo que sea que estuvieran comiendo. Y si no le daban bola, era capaz de hundir el pico en las tazas o en las copas para llamar la atención. Eso lo ví yo, eh! No me lo contaron, eh. Pero un día picó en la cara a una señora y no sabe la que se armó. La tipa gritaba, le salía un montón de sangre. El húngaro quería agarrar el cuervo y de los nervios no podía. El pajarraco revoloteaba por todo el patio. Al final se metió en la pieza de un tano que primero se asustó y después le pegó tal escobazo que no quedó nada. El plumerío voló... El húngaro casi mata al vecino culpa del cuervo de mierda. Por meses no se hablaron con el tano.

Al poco tiempo el hijo del húngaro se enfermó. Tuvieron que cortarle la pierna. El pobre hombre húngaro por los rincones..Empezó a tomar. Todo mal. Después de eso, casi enseguida, se fueron.

Don Cosme exageraba un poco. Le daban cierta satisfacción los problemas de sus colegas. Sobre todo los del muchacho, que era tan engreído... Se creía que se las sabía a todas

-Bueno, está bien... No digo que no haya pasado nada, - se corrigió Juan Carlos - lo que me parece es que no da para hablar de desgracia... O de no alquilarle a gente con chicos... ¿Qué tiene que ver? Eso digo...

Don Lázaro retomó el tema central:

-Lo importante fue –dijo- que en vez de entrar en su pieza, como no sabía nada de lo que estaba pasando, el tipo entró a la zapie de la Margarita, como hace siempre...

-¿Cómo “como hace siempre”? –interrumpió, brusco, Juan Carlos - a usted quién le dijo que lo hace siempre? Usted los vio, acaso?

-Cómo quién me dijo? Todo el barrio lo sabe. Me parece que el único que no lo sabe sos vos, pibe... –apretó Don Lázaro. -Además tu señora también lo sabe... ¿qué raro que no te lo dijo...?

-No sé... – dijo confundido Juan Carlos -y usted ¿qué dice? Que mi señora sabe... Cómo sabe usted que...

Todos habían bebido. El tono de Don Lázaro se volvió incisivo y hasta molesto. Don Cosme se retiró un poco, fingiendo preocupación por una supuesta falta de bebidas pero, en realidad, quiso quedar afuera de la conversación. Los otros siguieron:

-La Margarita es una buena chica - defendió Juan Carlos con un ruego en la voz – nunca le conocí ningún gavilán.

-Yo no digo que no sea buena... –replicó irónico Don Lázaro, -pero

habría que ver para qué... –se rió–. Yo no pondría las manos en el fuego... Una muchacha grande, que no se cocina al primer hervor.

-Usted qué sabe... –desafió el más joven - tiene treinta y seis años... Digalé, Don Cosme... Usted la conoce a la Marga... ¿O no, Don Cosme?

El gallego estaba parado bajo el dintel de la puerta, como si temiera que la tierra fuera a temblar. Miraba para afuera. Algo oscuro se cernía sobre el cuartucho, que no podía descifrar. Nada dijo. Reconstruyó mentalmente una imagen vista muchas veces, sobre todo en noches de verano, cuando sacaba la silla a la puerta, esperando que refresque para ir a dormir. La Margarita saliendo del conventillo, tan arreglada. El remisero que la esperaba para llevarla a trabajar. El mismo que la traía, a la hora que se lavan las veredas. “Trabaja en la radio”, ventilaban las chusmas. “Nunca la escuchamos porque no está en el micrófono. Hace el horario nocturno porque es la única que no tiene problemas. Como es soltera...”

A Don Cosme, las últimas palabras de Don Lázaro le habían revelado algo interesante; por su parte Don Lázaro, creía haber conseguido lo que más deseaba: enfrentar a Juan Carlos con la verdadera Margarita. El placer que ahora sentía también reconocía raíces en la bronca que el hombre más joven le despertaba.

Juan Carlos abandonó la reunión y se dirigió a su feudo. Las palabras de los dos viejos -sobre todo las de Don Lázaro- martillaban en su cabeza. Ellos, por su parte, ya no se ocupaban de él: se escuchaba que cantaban y reían estúpidamente, mérito del alcohol. Quizá también de algo parecido a la sensación de cerrar un caso, o del deber cumplido.

La idea de que Margarita recibiera a otros hombres en su pieza lo había trastornado. Le alivió recordar a su padre decir -como muchos en el barrio- que Don Lázaro era un mal bicho y que vivía del chusmerío. Aunque también decían que se sabía vida y milagros de todo el vecindario. Encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

Eran las diez de la noche cuando golpeó la puerta de la pieza del frente. Reconociendo el código, Margarita abrió, a pesar de que la hora no era habitual. Cuando él entró, lo vio mal. Dijo:

-Otra vez Susana?

-Qué Susana... –descartó él de mala manera. -Decime, Marga: el tipo de la pieza grande, ¿anda con vos?

Sorprendida, ella intentó dilatar la respuesta con una pregunta que sonó a burla:

-Qué tipo de la pieza grande?

-El tipo que se le accidentó la nena... –insistió Juan Carlos. -Galván. ¿Anda con vos Galván?

-Y qué si anda? –desafió ella. -¿Vamos a jugar a los celos a esta hora?

-Pero entonces, ¿es cierto que el lío fue porque él estaba con vos? -preguntaba lo que era evidente y eso le descomponía la expresión.

-Yo qué sé... A mí qué me importa -dijo Margarita con desparpajo.

-¿A vos no te importa? ¿Cómo que no te importa? ¿Quién te creés que soy yo, grandísima puta?!

Seguramente fue el alcohol lo que contribuyó a que levantara la voz sin recordar donde estaba.

Entonces ella se transformó. Cobró más ánimo y retrucó:

-No sabía que fueras un santo... ¿Por qué en vez de insultarme a mí no te fijás en lo que hace la “virgen María” que tenés en tu casa?

-Qué tenés que decir de mi mujer? –gritó Juan Carlos, fuera de sí.

-No me hagas hablar, ¿querés...?, -dijo ella demorando ahora las cosas, por miedo a la reacción de él.

-Ahora me vas a decir todo, hija de puta... Porque te voy a matar! –mientras lo decía la tomó del cabello y el tirón la llevó a mirar el techo. – ¿Qué es lo que sabés vos? Hablá, pedazo de mierda... hablá!

Margarita temblaba. No sabía cómo habían llegado a este punto pero el resentimiento brotó de su boca como un vómito:

-Todo el vecindario la ve con el viejo, con Don Lázaro, que se hace el padre... Se encuentran en la plaza y se van... Y vos me venís a hacer una escena a mí? ¿Yo te tengo que explicar...? ¿Qué te tengo que explicar yo? Yo soy una profesional, idiota. Ridículo! Soltame, imbécil! Soltame te digo, carajo!

Forcejearon. Él la tiró al piso y ella dio contra el filo de la mesa de luz, que la hirió en la sien. Sintió el calor de la sangre rodando por la mejilla. Lo vió venírsele encima y, como una autómata, comenzó a vivir la escena que muchas veces temió protagonizar, aunque jamás con este partenaire. Abrió el cajón de abajo, sacó el arma, miró a la cara y disparó. Dos veces. Como siempre le machacaba Cacho cuando la llevaba y la traía.

Fue el mismo Cacho quien habló con la Policía rato después:

-Mario Alberto Ibarreta es mi nombre. O “Alias Cacho”, como me dicen ustedes.

-A ver…¿“Ocupación fiolo”? No, no ponga así, sargento... Nada que ver... Yo soy chofer de remis. Justo llegaba a buscarla y ví todo. La señorita mató en defensa propia.

La Policía tomó declaración a los inquilinos de la casa. La alemana que vive con el hijo en la piecita de arriba, no mencionó que había visto revolotear un pajarraco tres semanas antes. A la mayor de las solteras de la pieza del fondo, en cambio, le pareció importante. Le dijo al oficial que había un pájaro de mal agüero dando vueltas. En su declaración quiso que agregaran que nunca se sabe, que a lo mejor en una de esas, había picado alguna miga del patio.

PLAN DE FUEGO



Se propone hacer asado y parece que improvisa. La verdad es que se preparó, como tantas veces, desde la noche anterior, pensando con qué sorprenderlos, qué novedad aportar a este rito de asar para las mismas personas, por años. Por momentos le asalta la idea de que lo hace exclusivamente para su satisfacción. Pero no puede negar una llamada de las entrañas que le ordena servir. Y entonces, sirve. Otra, no menos atendible, indica cocinar como se estila en su tierra. Entonces, asa.

Frente al refrigerador recorre paquetes buscando los cortes de carne que empleará. Tiene una idea, pero mirar la heladera parece obligarlo a definir. Le asaltan dudas. ¿Pondrá al fuego todo lo que compró? Demora porque la imagen de ella se reitera en cada lugar donde sus ojos miran. Y esa pregunta, que parece cuestionar sus decisiones, se extiende a este tiempo que todavía comparten parcialmente.

Siempre el miedo a que falte comida. Tantas veces sobró...! Ni hablar de si queda se come fría, despreciable premio consuelo. Finalmente lleva todo lo que tiene para decidir más adelante, en el momento de salar. Se recrimina perder el tiempo. Hay que hacer el fuego todavía.

¿Vendrá hoy? ¿Vendrá ella hoy? Los últimos almuerzos en el campo estuvieron marcados por este interrogante. Conocer la respuesta significó bastante más que la calidad resultante del asador. La mirada alejada, dirigida a la tranquera, más de una vez lo llevó a despreocuparse por el famoso punto de la carne, que le diera tanto prestigio entre los invitados del domingo.

El asado es el fuego. Se presenta esta idea como todas las veces y repasa las numerosas extrapolaciones a distintos asuntos de la vida que tiene por indiscutibles. El sexo es a la pareja lo que el fuego al asado. La conducta de los grandes es a la de los jóvenes... lo mismo. En cualquier desarrollo humano, primero lo corporal. En el arte si no tenés maestro, creás para que aplaudan tus tías y eso no sirve. Aplica una suerte de “mínimo común múltiplo” y resume: el sexo, la conducta de los grandes, el cuerpo, los maestros... Claves, verdaderas claves.

En la parte de abajo de la parrilla tiene maderas para iniciar el ritual. Irrumpe una pregunta: ¿Cómo empezó lo de ellos? Fue en el café, a la salida del cine. Cumplía en llevar a Fanny a ver un estreno, como cada mes. Había colocado la silla de ruedas ante la mesa y el mozo todavía no se acercaba. Entró ella con la amiga. La vio y consideró su modo de andar. Ese desplazamiento, tan elegante, parecía estar dirigido a que él lo viese. Y sólo él. La pretendida exclusividad de los varones presiona -por instinto- ante algo importante. Las dos dieron una vuelta inexplicable y terminaron sentándose a la mesa de al lado.

A la derecha, hojas de diario y ramitas finas. A la izquierda, pequeños troncos completamente secos. Afuera, la bolsa de carbón. Se pregunta –como cada vez- si asará sólo con madera o echará carbón al fuego. Otro momento de la verdad. En su cabeza dialogan los argumentos de siempre: que cuánto tiempo tiene, que si cabe hacer esperar lo que demora cocinar con leña, que si les habrán dado algo de comer a los más chicos. Mejor poner un poco de carbón y acelerar el trámite. Imagina un asado futuro, un costillar entero -o hasta un lechón- puesto en la cruz y cocinado al asador, sólo con madera. Pero ahora elige tener todo listo antes y el carbón garantiza que en un rato estará llamando a comer.

Recuerda que pensaba excusas para hablarle, hasta que descubrió el diario en la mesa de ella y entonces, sin otro argumento, se inclinó y amablemente dijo:

-Me lo permitís?

Ella lo vió por primera vez y miró de un modo que a él le alcanzó para continuar:

-Aunque a esta hora el diario de la mañana ya fue.

-Sonará a viejo, - dijo ella desenvuelta, sin querer brillar. Se llevó un cigarro a la boca y como en un juego de prestidigitación apareció el encendedor entre los dedos de él que se puso de pie para darle fuego. El encuentro, inexistente un instante antes, parecía haberse transformado súbitamente en alguna clase de reunión: todos miran a la cara de los otros como reconociéndose, a excepción de Fanny y ella que se ignoran.

Cuando aparecen las primeras llamas siente que va ganando. Se le ocurre que la presencia de velas en tantos rituales humanos representa un reconocimiento al fuego. Lo máximo. Como otras veces, imagina la vida humana sin él y le vuelve a parecer imposible. Cada vez que hace fuego para asar -y no frente a la hornalla de gas- pasa de nuevo por pensar que cocinar fue el gran salto de la especie. Le provoca una sonrisa repetir preguntas que huellan su mente y cuya respuesta no le interesa. ¿Quién habrá combinado por primera vez el ajo con el perejil?, ó ¿Cuánto tiempo los humanos habrán comido sin sal?

En el segundo encuentro, días después, ella le comentaría que la descolocó cuando se animó a hablarle. A la semana siguiente le diría que lo vio grande –con canas- y lo supuso cauteloso, además de comprometido con la mujer a quien conducía. Agregaría que todo le pareció acelerado, pero que aceptó ese ritmo.

Pone carbón sobre las llamas, ayudándose con la bolsa en la que viene envasado. En un punto tiene que apoyarla en el piso y extraer con la mano pedazos más pequeños que, de no hacerlo, caerían de cualquier forma. Se mira las manos: no trajo consigo un repasador. Abandona la bolsa y va hacia la casa. En el camino se lava en la canilla del patio, aunque sabe que volverá a ensuciarse porque falta poner parte del carbón. Termina de secarse las manos pasándolas instintivamente por los costados del jean que lleva puesto.

Fanny se mostró molesta. Hacía varios años que compartían esas salidas al cine y esa noche no encontró eco para sus comentarios. Aún así, un par de veces dijo algo, pero él sólo le ofreció un segundo café. Como jamás repetía, comprendió que definitivamente no contaba con su atención y pidió irse.

Se critica -y a su impulsividad- por hacer todo en forma entrecortada. Tener siempre entre manos dos o tres cosas lo pone mal. Le falta orden, siempre lo mismo. Reflexiona sobre la posibilidad de cambiar hábitos a su edad. ¿Habrá tiempo? Encuentra el repasador y lo sujeta a la cintura por una punta como hacía su padre: entrar a la cocina y ajustar un repasador a su cintura era una sola cosa... Como para él hacer lo mismo y recordarlo.

Parado nuevamente frente a la parrilla comprueba que todos los trozos de carbón han sido tocados por las llamas aunque todavía no se pueda hablar de brasas. Agrega lo que faltaba y apantalla con restos de un diario doblado. Le produce cierto placer ver cómo se elevan las pequeñas lenguas llameantes, tranquilas, rojas. El fuego contesta su mensaje de aire y parece calmado, seguro de que cada uno de esos carbones le pertenecerá en breve. El fuego tiene su propio plan.

Salieron tres o cuatro meses antes de que le presentara al grupo. A ella la tranquilizó saber cuál era el parentesco que lo unía a Fanny, pero siguió pensando que estaba casado, porque nunca la llamaba en domingo. Por su parte, él atesoraba esos vínculos añosos y sentía miedo de introducirla. Sería como reconocer ante el grupo que ya no estaba solo cuando esa condición le había jugado a favor, aumentando su atractivo y hasta cierto liderazgo del que gozaba. Sabía que con ella al lado experimentaría un equilibrio conocido, que necesitaba imperiosamente hoy, y que tenía un costo: generaría controversia con aquel costado solitario de su personalidad, tan seductor.

Elige los cortes y sala. Cuenta más o menos medio kilo para cada persona y un poco más por las dudas (¿qué dudas?). Si ya sabe cuántos son, qué prefiere cada uno, quién come únicamente pollo, quién no prueba el cerdo, quién come la carne reseca y quién casi cruda. Conoce bien a los de esta mesa: los que festejan, los indiferentes, los que se suman y los que comen solos –como los animales- aún en medio de una ruidosa celebración.

Sin embargo, siempre que separa estos trozos de carne el desafío es acertar. Tener lo que cada uno prefiera ese día y servírselo en el momento justo.

Al mes tuvo un viaje que lo alejó de la ciudad por pocos días. La extrañó: no llamó por teléfono desde afuera porque ¿qué podía decirle en dos o tres minutos? No deseaba revelar sus sentimientos, al menos no tan temprano como otras veces.

Se va un ratito porque, si se queda, toquetea el fuego con un palo, agrega ramas innecesarias o lo revuelve y lo retrasa. Es incapaz de permanecer quieto frente a algo que tenga que ver con cocinar. Coloca su silla en un lugar desde donde puede ver todo el parque. “Nada más fresco que la sombra”, piensa.

A su vuelta, ella estaba en el aeropuerto. Tomaron café y se besaron mucho. Ella le contó que como lo extrañaba, decidió llamarlo al celular sin saber que él se lo había dejado a Fanny. Sorprendida al reconocer la voz de la tía, atinó sin embargo a invitarla para ir a recibirlo: un subterfugio para conseguir los datos del regreso, que no tenía. A último momento la mujer la había llamado para excusarse y...

Cuando regresa, el fuego está listo. Manda rojo vivo. Parece apurarlo, como si supiera de la calidad de lo que ofrece y de su duración limitada. Sin hacerse esperar, acomoda paladas de brasas en el piso de la parrilla y con un palo distribuye el fuego, verdadero cocinero. Entonces, con un pedazo de grasa que antes apartó, frota los hierros para limpiarlos y disponerlos a recibir la carne con alegría. Finalmente ubica cada corte según el tiempo que tarda en cocerse.

Con el asado en viaje, la sensación de ocupación febril vira a comienzo de fiesta: es el momento de procurarse algo para beber. A solas todavía, copa en mano, convoca al espíritu de la celebración y brinda con él. Roza el lugar del corazón con la copa, como en una amorosa liturgia que acaba en los labios. Mira al frente y en la tranquera se dibuja el perfil de un automóvil. Es ella. Ya llegó y todo está en marcha.

FUERA DE BORDA




Pasó el pancito por el plato hasta dejarlo limpio. Cuando levantó las últimas líneas de tuco pensó: para los ravioles no hay como un estofadito de pollo... Y enseguida recordó el tiempo en que los jueves iba con el viejo a ese bolichón de la calle Chile, cerca de la comisaría...! El mozo los conocía. Cuando entraban les hacía una seña y si no había cambios, ya gritaba el litro de tinto de la casa, la soda, y el estofado de pollo con ravioles... El viejo gozaba tanto de esos almuerzos...!

-La empresa paga pero elige el postre... –decía. Y se cagaban de la risa de todo.

Charlaban de fulbo, del trabajo... De cine, poco. Al viejo le gustaban las argentinas y en ese tiempo él andaba en la onda del cine europeo. Había descubierto tarde la nouvelle vague, Truffaut... Los italianos, Antonioni... Quería entender a Fellini. Despuntaba Almodóvar... genial! A veces iba hasta tres veces en la semana. Para el viejo el cine era un entretenimiento, llamaba “cintas” a las películas y lo importante era acordarse los nombres de los actores. Sin embargo Julián le contaba lo que le provocaba ver cine y sentía que Don Julio podía compartirlo...

En ese entonces trabajaban juntos. Como sus dos hermanos mayores, había empezado a laburar en la gestoría del viejo. Después la conoció a Matilde y, a poco de noviar, el padre de ella lo hizo nombrar en el ministerio. El viejo le dijo que ni lo pensara, que era una oportunidad. Era lógico que entrara en la categoría más baja, pero el sueldo resultaba el doble de lo que ganaba ahora. ¿Qué iba a esperar...? Lo alentó. Lo que no dijo -quizá no lo sabía- es que en ese punto terminaba su primera juventud... Que aquellos almuerzos de una vez a la semana, entre amigos y con sabor a fiesta, serían reemplazados por cinco iguales, de lunes a viernes, con aliento a soledad.

A los tres, cuatro años, cuando se casó, las cosas con Matilde ya no estaban tan bien. Empeoraron. Ella quedó embarazada en seguida y él no quería que lo tenga. Pobre Fito... Sí, pobre Fito ahora... Pero en aquel entonces él sospechaba que cuando llegara el chico, que todavía no era Fito, las cosas se iban a podrir más. Cuando la madre de Matilde se enteró del embarazo, se rayó. Por poco no se viene a vivir con ellos. Caía a cualquier hora, llena de regalos pelotudos. La empezó a odiar. Matilde se daba cuenta y lo peleaba... Primero cuando la madre se iba y después, como siempre estaba, lo peleaba delante de ella. Un caos. Empezó a irse él.

Volvía tarde. A la salida del laburo se enganchaba con grupos de compañeros que iban a tomar algo. Tragos... Había minas, las que laburaban ahí. La pasaban bien... Hablaba mal de la mujer y siempre alguna le daba calce. Lo querían consolar las muy putas. De última se rajaba al cine, pero últimamente iba poco. No era como antes.

Durante todo el embarazo casi no la tocó a Matilde. Minas no le faltaron, pero además ella estaba en otra. No quería salir casi. Apenas cocinaba y sólo compraba cosas para la casa y para el bebé... A él poca bola le daba. Si le conversaba un tema, no se prendía... Al cine no, porque no quería salir de noche. Que la acompañe al médico... Eso sí, no le gustaba ir con la madre y menos sola. A veces lloraba y si le preguntaba algo decía que era porque se veía fea, que estaba gorda... Boludeces...

Cuando faltaba poco para que nazca el nene, una mina de las del bar le movió el piso. Quizá porque era rubia y el viejo siempre le decía que las rubias te hacen ver el cielo... La cosa que la rubia dijo que el marido tenía una lancha amarrada en Olivos y, en medio de una joda, invitó a conocerla. Casi nadie se prendió. Dos flacos los acompañaron hasta Retiro pero no alcanzaron a subir al tren. Dijeron “hasta mañana” y piraron.

Llegaron los dos solos. La lancha era un despelote. Tenía un camarote con una catrera impresionante y una salita donde estaba el bar, bien surtido. Ella se apresuró a ofrecerle un trago de bienvenida. Julián nunca había estado a bordo y le encantó. La rubia le contó que el marido viajaba a Córdoba por laburo, de martes a jueves. Le dijo que si quería se podían quedar a dormir esa noche. No podía. La jermu estaba con el bombo... No daba.

La rubia se la bancó pero a la semana siguiente invitó de vuelta y esta vez fue él quien les pidió a los cumpas que no agarren. Llamó a Matilde a la hora de la salida y le dijo que se había muerto la mujer del gerente. Cualquiera...
- La mano viene de aguante, - mintió - salimos para el velorio. Pedile a tu vieja que se venga a quedar... Chau, un beso... En cuanto pueda, zafo y voy para casa.

Ni le gustó, ni le creyó del todo... No era boluda Matilde... Sabía que se estaban yendo al carajo. Pero ella estaba embarazada y lo de la madre le gustó... La llamó e invitó también al padre.

Fueron, por supuesto. La hija aniñada por el embarazo y el marido enganchado en la desgracia ajena que dejaba el campo libre... Viva la Pepa. Dueños de la situación, aprovecharon esa noche para proponerle que se fueran a vivir con ellos. Ya estaban grandes... Vivían solos... Iba a llegar el nieto...
-¿Para qué seguir tirando plata en un alquiler...?, -le dijeron. –Si al final la casa va a quedar para vos...

“Si la casa al final iba a quedar para ella...”, repasó. La frase resultó eficaz. Se copó de una manera increíble... De inmediato el departamento le empezó a parecer feo y antes de la mañana siguiente hasta descolgó dos cuadritos del dormitorio.

Julián volvió a las siete de la mañana. Con el tiempo justo para bañarse, cambiarse de ropa y salir a trabajar. Mientras se duchaba, ella entró en el baño. Lo que nunca... con un mate... más raro todavía. Empezó a hablarle del otro lado de la cortina. Por eso no vió la cara que puso él cuando le transmitió “la idea de papá”. Aún enjabonado, desde atrás de la cortina, dijo:
-Pero Mati, esta es nuestra casa...
Y ella:
-Nuestra no es... Nosotros vivimos acá, pero no es de nosotros la casa. Mi papá piensa que...
Julián había comenzado a enjuagarse. Le entró agua en la boca y escupió antes de interrumpir:
-Pero Matilde, nosotros elegimos este departamento porque nos copó, te acordás...? Tenemos la piecita para el pibe... ¿Por qué nos vamos a ir de acá? Yo no me quiero ir de acá. ¿Vos sos loca? ¿Qué tiene de malo este departamento? ¿Qué le falta...? Nosotros vivimos acá y tus viejos en su casa... Y así está todo bien... ¿Cuál es ahora?
-Dejame que te explique la idea de mi papá... Es bárbara. Mirá... él dice que nos dejan toda la parte del frente a nosotros y ellos se acondicionan la parte de atrás de la casa. El chico va a tener jardín, va a poder salir a la vereda, entendés? Acá dónde va a ir? Va a pasear en ascensor el chico? Mi papá pensó bien... Y mi mamá...

Con movimientos enérgicos, Julián retiraba el excedente de agua de sus brazos y piernas. Todavía detrás de la cortina, interrumpió con firmeza:
-Yo no me mudo. No quiero que nos mudemos, no quiero que mi pibe viva en la casa de tu viejo porque va a ser “mi” pibe, ¿entendés? No tiene nada que ver. Bueno, ahora tengo que salir rajando, cuando vengo a la noche hablamos, Matilde... Traéme otro mate, dale...

Las prendas que se había sacado estaban tiradas sobre el canasto de la ropa sucia. Caminando hacia la puerta, con la mirada perdida, acalorada por el vapor del baño y por la recepción frustrante que él diera a su planteo, tomó la camisa y vio las manchas en el cuello. No pudo decir nada. Una avalancha de datos se desmoronó dentro de su cabeza y, en forma automática, volvió la mirada hacia donde estaba él en el mismo momento que, de un tirón, Julián abrió la cortina de plástico con pececitos, que sirvió de telón a la triste representación de su escasa experiencia en trampas. Cuello y espalda exhibían las huellas del combate con la rubia que no había tenido ni vencedores ni vencidos.


Ese día Julián Rodríguez no fue a la oficina. Se quedó porque la señora, que está embarazada, no se sintió bien. Avisó un poco tarde, pero igual le pusieron “ausente con aviso”, para que la falta no pase a descuento. Al mes siguiente se mudó a vivir con los suegros porque ya están grandes, ¿viste? Aparte, para el pibe mejor un barrio de casas bajas... Va a poder jugar en la vereda... Más tranquilidad... ¡con las cosas que están pasando...!

Ya hace casi dos años de eso. Sigue trabajando en el ministerio y tuvo un ascenso importante hace como seis meses, o poco más. Lo que lo jodió fue que al viejo le dio un derrame cerebral y quedó mal, viste? Los sábados se va a lo de los padres, come con ellos, le ayuda a la madre a sacarlo un poco al hombre a dar una vuelta... Como ahora tiene auto... Le trae al nene, que ya camina... Todas las veces no, porque al viejo le da por llorar cuando lo ve.
- Está muy sensible, el doctor dice que es normal después de lo que tuvo, -le explicó la vieja.

El último sábado Julián trajo una película argentina de los años cuarenta. Al principio parecía que el viejo ni miraba -hay ratos que está ausente- pero cuando Libertad Lamarque empezó a cantar, miró. Se ve que el sonido lo atrajo... Las lágrimas afloraron de nuevo. La vieja miró al muchacho y él también lagrimeaba... Es lógico. Ver al padre así es triste para cualquiera, habrá pensado. Y más tarde se lo dijo a la vecina:

-Llora porque casi no puede hablar, pobre. Julián le cuenta sus cosas y a gatas logra hacerlo sonreír un poco. Le muestra fotos de la revista de náutica que compra porque al Julián hace un tiempo le dio como una locura por las lanchas.

El bolichón de la calle Chile, cerca de la comisaría, cerró. Pero la clave de unos buenos ravioles sigue siendo el estofado de pollo. Empujó el plato vacío sobre la barra donde una veintena de hombres jóvenes trajeados y encorbatados, apuran – codo a codo- su almuerzo. La cinta mecánica retira el plato de su vista, llevándolo hacia lo desconocido.

Frente a los postres, no pudo elegir.