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jueves, 23 de septiembre de 2010

Un día de agosto...


Un día de agosto, frío y lluvioso, descubrí que el ciprés calvo tenía las ramas cubiertas de yemas. Por el tamaño supuse que las habría comenzado a gestar breve tiempo después de que el viento otoñal soplara sus hojas. Se estaba alistando para una primavera inexorable.

Hace muchos años me dí cuenta de que cada mañana al despertar hago un check up de mi cuerpo y percibo mínimos deterioros. Pérdidas que se han ido añadiendo unas a otras, con el paso del tiempo, en forma subrepticia, sin que haya podido notarlas precisamente en el momento en que se produjeron.

He aprendido a convivir con estas sensaciones negativas pero no en el sentido de compartir armoniosamente la vida sino más bien en el de sostener una contienda incesante, donde salgo perdidosa. Tanto si me muestro preocupada como si hago de cuenta que no me importa, sé que voy perdiendo, que algo cuyo nombre es impreciso -la vida, el tiempo, la edad- me va ganando.

Me he preguntado muchas veces si los demás advierten esos cambios, si son notables desde afuera o si solo se revelan a la capacidad de percibirme a mí misma. No tengo respuesta pero cuando me encuentro con alguien conocido después de mucho tiempo de no verlo, siempre me parece que ha envejecido bastante.

Cuando me miro al espejo con detenimiento ya ni recuerdo cómo era mi rostro joven. Cuando lo veo en fotos, me duele haberlo perdido.

domingo, 12 de septiembre de 2010

TALLER LITERARIO Texto breve y guión


TALLER LITERARIO
Texto Breve
Cuento, Ensayo, Guión
A cargo de la Lic. Graciela Berchesi
Mis maestros:
Leandro Wolfson
Luisa Peluffo
Alicia Steimberg
Sandra Russo
Aída Bortnik
Juan José Campanella

Modalidad presencial o virtual
COMUNICATE AL 153-778-4202
Empezá en Septiembre

lunes, 6 de septiembre de 2010

SAFARI

Sonó el teléfono y Alicia se dirigió al cuarto para atender.
-Hola. Ah, Rogelio… ¿Cómo estás amor? Esperaba tu llamado. ¿A qué hora pasás? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Tu primo? ¿Qué primo? Ah, sí… Pero… ¿hoy tiene que ser? Yo ya me estaba arreglando para salir, Rogel… ¿Y si vamos con él a la fiesta? ¿Por qué no va a querer? Para nada… ¿Qué va a decir mi tía? Nada. ¿Qué va a decir? Yo le explico que un primo tuyo llegó hoy a Buenos Aires y no lo querés dejar en banda y le pregunto si lo podemos llevar a la fiesta… Mi tía no va a tener problemas, Rogel… ¿Qué? Pero, ¿por qué decís “no”? Bueno, bueno, en todo caso vos hoy estabas comprometido conmigo… Es una fiesta de mi familia, te iban a conocer… es muy importante para mí. ¿Cómo “qué pasa”? Yo te voy a decir lo que pasa, Rogel… Vos te asustaste a último momento. Y claro que me río… ¡Sos cagón, eh…! Dale, dale, pasá a buscarme a las once y media y listo. Vas a ver que la vas a pasar re-bien. Al rato de estar ni te vas a acordar de tu primo. ¿Cómo que no podés? A mí ya me está pareciendo que no querés… y que lo de tu primo es un cuento chino. ¿O es que no querés conocer a mi familia? ¿Qué te pasa Rogelio? ¿Qué te pasa, boludo? No, vos no me podés decir eso ahora. ¡Te vas a la mierda!
Alicia corta la comunicación y se sienta en el borde de la cama. Tiene la cara roja. Se toca con el envés de los dedos y mira la mano: hay gotas de transpiración mezcladas con gratitud de la base de maquillaje. Hace el amague de caminar hacia la puerta y el teléfono vuelve a sonar. Deja pasar tres timbrazos y luego se acerca y toma el auricular. Con la mano izquierda se saca la vincha de un tirón y su cabello cae en desorden sobre la cara.
-Hola –dice airada-. ¿Qué querés? No, no entiendo… Porque no quiero entender, por eso no entiendo. Vos hoy tenías que ir conmigo a la fiesta de mis tíos y toda mi familia sabe que íbamos a ir juntos. Después de tres años de salir, el señor se iba a dignar a presentarse. Y ahora resulta que no puede porque le llegaron parientes de España. Pero ¡qué pedazo de mierda! (Alicia grita) ¿Y cómo querés que me ponga? Mirá, vos venís conmigo a la fiesta o no me ves más. ¿Por qué va a ser? Porque no te quiero ver más… No. No quiero. No estoy loca. Vos sos el loco… y un loco bastante hijo de puta sos. ¿Cómo me llamás a esta hora con este verso? Mirá Rogelio: pensá qué querés hacer y llamame en cinco minutos. Yo estoy casi lista, aunque ya me amargaste la noche. Pensá y llamame.

Esta vez, después de colgar el tubo, Alicia se larga a llorar sentada en la cama. Con las manos se cubre el rostro y de repente se mira las palmas manchadas de pancake. Se levanta y sale para el baño. Se lava lentamente las manos y la cara. Vuelve al cuarto. Camina. Suena el teléfono.
-Sí, Rogelio, ¿qué decís?. No, no va a haber otra fiesta, ridículo… Me decís cualquiera. Porque no. ¿Eso pensaste? Estamos peor que antes. Esto sí que no me lo esperaba. Sos un turro. Porque sí, porque sos un turro. Me estuviste verseando tres años. No, no se trata de eso… Bueno, ¡basta! ¿Vas a venir a buscarme o no? Bueno, ¡reventá! Chau…

Alicia se levanta y va hasta el baño otra vez. Vuelve al cuarto, busca, toma la vincha de arriba de la cama y se la coloca mientras marcha a maquillarse. Cuando termina se mira al espejo buscando aprobación. Sonríe y afloran lágrimas a sus ojos. Las seca con cuidado y va al dormitorio. Busca los zapatos en el placard y se los pone. Eleva su estatura varios centímetros. Alisa la falda del vestido con las manos y abre otro sector del placard. Mete el brazo completo en el estante y de atrás de todo saca un sobre pequeño, de cuero marrón. Lo palpa, lo sopesa y lo mete en un compartimento solapado en la cartera. Por último, saca un abrigo de piel y se lo pone. Se mira al espejo por última vez, apaga la luz del cuarto y se dirige a la salida. Al pasar por la cocina toma un manojo de llaves del último cajón bajo la mesada. Lo guarda en el bolsillo del abrigo y sale.
Sube al auto. Toma la avenida que lleva al lugar de la fiesta. Enciende la radio. Hay música. De repente se interrumpe y aparece un flash de noticias. La voz del locutor dice: “En el barrio de Belgrano, en circunstancias no establecidas, una mujer baleó a un hombre. La policía evalúa el móvil pasional.”
Alicia sufre un sobresalto, su respiración se altera. Suspira fuerte. Tose. Teclea el receptor para cambiar de emisora. Vuelve la música. El semáforo rojo la obliga a detenerse. Cuando aparece el verde acerca el auto al cordón de la vereda y apaga el motor. Se pasa la mano por la frente y la retira húmeda. Busca un pañuelito de papel en la guantera. Respira hondo. Vuelve a encender el motor, arranca y cuando llega a la esquina –desconociendo toda norma- dobla en U. Acelera. Quince minutos después se encuentra a metros de la puerta del edificio donde vive Rogelio. Cabildo, entre Juramento y Mendoza.
Con el motor detenido y las luces apagadas, Alicia espera. La zona está muy iluminada: ella puede ver el movimiento de afuera y los vidrios oscuros la protegen de la mirada de los transeúntes. Una señora sale del edificio. Minutos después una pareja entra. Alicia reconoce al encargado, a metros de la puerta, conversando con su colega de la casa de al lado. Mete la mano en el bolsillo y toca las llaves. Saca el llavero. Lo mira: una plaquita metálica dice “Rogelio” en letras doradas. Lo vuelve a guardar. En seguida toma su cartera y saca el sobre de cuero marrón. Lo abre: adentro hay un revólver. Lo empuña y revisa el tambor: está cargado. El movimiento de sus manos deja ver destreza en el manejo del arma. Lo guarda sin la funda de cuero. Toma la cartera y baja.
Camina resuelta hacia la entrada y la traspone. Toma el ascensor y baja en el quinto piso. Se acerca al departamento D, saca la llave y la pone en la cerradura. Pone la oreja al lado de la puerta, no escucha ningún ruido. Hace girar la llave dos veces y abre.
La luz del living está apagada. La enciende y escucha movimientos en la habitación. Va directamente allí. En la cama está Rogelio y un muchacho muy delgado con el pelo largo tomado con una colita. Ambos están desnudos. Está encendida la TV. Hay un partido de football.
-Alicia, ¡¿qué carajo hacés acá?! –grita Rogelio levantándose de un salto-.
Sin pronunciar palabra, con el fondo del relator de football, Alicia le dispara dos veces, la primera al abdomen, la segunda a una pierna. El muchacho grita de dolor, cae de rodillas al piso y la mitad superior de su cuerpo queda sobre la cama boca abajo. Se toma la panza con ambas manos y Alicia ve como se le van llenando de sangre.
-Noo!! –grita el compañero de Rogelio-. ¿qué hiciste, loca de mierda?
Alicia le apunta con el arma y le pregunta:
-¿Vos sos el primo? –.
Rogelio se queja de dolor, mira su herida y se desmaya. Su cuerpo va cayendo al lado de la cama. La voz del relator dice “¡penal…! ¡penal para Banfield!” El compañero de Rogelio hace ademán de tirarse sobre Alicia y ella dispara nuevamente pero yerra y la bala se incrusta en la pared. El joven se acerca, intenta manotearle el revólver sin éxito. La toma de los brazos, la zamarrea y le pega una cachetada. Alicia trastabilla y cae al piso pero conserva el arma en la mano.
-No tengas miedo, mi amor… -dice el flaco agachándose al lado de Rogelio, que no lo escucha porque está desmayado-. Va a estar todo bien.
-¿Mi amor? –grita Alicia desde el piso-. ¿Qué amor? ¿Quién es tu amor, pedazo de mierda…? ¿qué amor? ¿Qué pasa acá?
-Mirá lo que hiciste, loca… Vas a ir presa. ¿A vos qué te importa qué amor? ¡andate de acá!
Alicia lo mira con odio y le apunta con el revólver a la cabeza:
-¡El que se va sos vos! Te vas ya. ¡Andate porque a vos te mato! –le grita-.
El flaco se mira: está desnudo. Camina dos pasos, manotea la colcha de la cama, se envuelve y sale.
Cuando Alicia se queda sola con Rogelio, que está inconciente, se acerca, se agacha y lo mira.
-Mentiroso hijo de puta –le dice-. Ojalá te mueras.

domingo, 5 de septiembre de 2010

SE PARÓ

-Se paró –dice él-.
Es un muchacho de 21, 22 años, vestido con jean, remera y zapatillas, que lleva una mochila cuyo formato cuadrado permite adivinar que oculta un paquete rígido. Por la actitud física del joven no parece cargar mucho peso.
Ella debe tener unos 45 o 50 años, está vestida con pollera larga tipo hindú y una blusa blanca con el canesú bordado en colores. Lleva sandalias. Después de detenerse el ascensor, continúa todavía unos segundos mirándose al espejo.
-Se paró el ascensor… ¡la puta madre! –repite el muchacho-.
-¡No me digas! –exclamó ella-. ¡Qué casualidad! ¡Vos lo paraste! Hacelo andar, gracioso… ¡No te acerques!
-¿Eeh? ¿Qué le pasa, doña? –responde él con una expresión entre sorprendida y despreciativa-.
-No soy ninguna doña. Y conozco este recurso. A una amiga le pasó –dice ella en tono sobrador-. ¿A ver?, aprieto acá y…
Toca el botón de alarma. La situación no cambia y ella se muestra enfurecida.
-¡Hacé andar el ascensor, pendejo! ¡A mí no me vas a joder!
-¡Pero doña…! El ascensor se descompuso, ¿qué culpa tengo yo? Estamos entre dos pisos –dice él contrariado, mientras aprieta reiteradamente el botón de alarma-.
La alarma suena y nada pasa. El rostro de ella expresa desconcierto. Rompe en llanto convulsivo, entremezclado con gritos agudos, como de miedo. Para de llorar de repente y vuelve a la carga:
-Yo ví un caso igual en la tele. No me vas a engañar tan fácil, mocoso de porquería. ¿qué es lo que te creés? Ustedes se creen que los grandes somos todos del campo… Pedazo de idiota…
El muchacho la mira con bronca por primera vez.
-Escuchame flaca… -dice con firmeza comenzando a tutearla-. Acà se rompió la máquina y encima el edificio es viejo y andá a saber si tiene encargado. Así que acabala con tu novela que estamos en el horno. Menos mal que por lo menos es enrejado, que no falta el aire…
Seguidamente, oprime otra vez el botón de alarma. Nadie responde. El chico grita:
-¡Ascensor! ¡Nos quedamos entre pisos…! ¡Ascensor! ¿Hay alguien? ¡Auxilio!
-¡Ay, Dios! –dice ella que parece no querer entender-. ¿Qué querés de mí? No tengo plata, vengo a la psicóloga del cuarto piso. No traigo nada de valor… ¿Cómo te llamás?
-¿Qué te importa? –responde el chico enojado-. ¿Primero me tratás de chorro y ahora querés saber cómo me llamo? Ya sé por qué venís a la psicóloga… Estás re del tomate vos. Mirás mucha tele, ¿no? Te comés el verso de los asaltos, boluda. Aníbal me llamo. ¿Y vos?
-En este país no se puede vivir más –dice ella como respuesta y vuelve a intentar un sollozo-. Mirá en qué situación me encuentro yo ahora: ¡encerrada con un pendejo, como mínimo guarango, en esta jaula…!
-Yo sí que estoy en problemas –argumenta el chico, señalando su mochila-. ¿Sabés lo que hay en esta caja?
-Ni me importa –responde ella despectivamente-.
-¡Morite! –cierra él-.
Aníbal vuelve a hacer sonar la alarma sin resultado. Se oye cerrar una puerta y luego pasos en el palier del piso inmediatamente superior.
-¡Eeh! ¡Oiga! ¡Vecino! ¡Estamos aquí en el ascensor…! ¿Puede llamar al portero?
-El portero no está a la tarde… Se va a las doce. Espere… -dice el vecino-.
Ella se coloca en el ángulo del ascensor y, torciendo la cabeza hacia arriba, puede ver al vecino que vuelve a entrar a su departamento. Minutos después, sale.
-Mire señor –dice el vecino en voz alta-. Lo único que puedo hacer es llamar a los bomberos. Le pregunté por teléfono al vecino del primero A, que es de la comisión. ¿Usted dónde iba?
-Voy a la oficina del quinto D, me están esperando… y la señora va al cuarto piso.
-Aah! ¿Hay una señora también? -pregunta el vecino-.
-Sí, señor… estoy aquí… encerrada… -dice ella con voz lamentosa-. ¡Ay, por Dios…! Oiga, señor… ¿No le puede avisar a la psicóloga del cuarto C que estoy aquí? Me llamo Amanda. ¡Porque me debe estar esperando!
Y en voz baja agrega:
-Me va a querer cobrar la hora todavía…
-Que llame a los bomberos a ver si nos sacan de acá –dice el muchacho-.
-¿Por qué no va abajo y llama a los dos lugares por el portero eléctrico? -le sugiere ella al vecino-.
-Bueno -responde el hombre-. Lo que pasa es que yo ya salía… Tengo una cita en veinte minutos y un viaje por delante. Pero bueno, aviso al cuarto C y al quinto D.
-No pierda tiempo, señor -grita Aníbal-. Llame directamente a los bomberos, ¡por favor! Hace como una hora que estamos acá… ni sé qué hora era cuando llegué, ¡la puta madre!
-¡Qué guarango! –critica ella-.
-¡Voy! -grita el vecino-.
Vuelve a entrar a su casa, luego sale y encara las escaleras hacia abajo. Se oye que baja del tercero. Antes de llegar al segundo, mira hacia el lugar del ascensor. Sólo alcanza a constatar la presencia de dos personas adentro. Cuando llega al segundo piso se detiene, mira para arriba y dice:
-Tengan paciencia, los bomberos están en camino. Le dije a mi señora que les alcance algo para tomar. No sé si podrá pasarlo por el enrejado, pero bueno… Yo tengo que irme. Mucha suerte.
-Gracias, gracias –dice Aníbal disponiéndose a esperar-.
Pasan dos o tres minutos en silencio.
-¿Qué era lo que tenías en ese paquete? –pregunta ella con tono amigable-.
-Ah! ¿Te empezó a importar? ¿Cuándo fue? –averigua él con sorna-.
-Para nada. Simplemente, se trata de hablar algo… -dice ella y se mira al espejo-.
-No estoy seguro –comenta el muchacho-. Pero me parece que es plata. Yo soy el cadete, no me dicen lo que llevo para que no ponga cara de “llevo guita” y avive a los chorros, pero… me parece que es guita. Dólares. Te lo digo porque total acá, aunque me quieras asaltar, no podés.
-No soy ladrona. Ladrón se nace. En mi familia no hay ladrones, por si querés saber…
-¿La verdad? No me importa. Pero mi abuelo dice que hay muchas maneras de ser ladrón…
-¿Qué querés decir? –pregunta ella en guardia-.
-Nada, te digo lo que dice mi abuelo –contesta el chico-.
-Y ¿qué diría tu sabio abuelo ahora?
-No sé… él siempre tiene una de esas preguntas que te dan vuelta.
-Yo también tengo preguntas. A ver… ¿Cuántos añitos tenés, Aníbal? –dice ella en un tono mucho más amigable-.
-Añitos, ninguno. Tengo 22 años.
-Un nene –opina ella, hasta despectivamente-.
-¿Un nene? Yo no diría eso… -afirma él-.
-Podría ser tu mamá –dice ella sonriendo-.
-Sí. O mi tía. O cualquier otro parentesco…–contesta Aníbal-.
-Pero no somos parientes –dice ella-.
-¿Y con eso? –pregunta Aníbal-.
-No, nada… Digo –dice ella-. No ser parientes nos autoriza a casi todo. ¿No te parece?
-Ah, creo que te entiendo –responde él aceptando rápido el viraje que ella parece proponer. Si no hubieras sido tan agresiva al principio… No sé…
-Me asusté mucho, tonto. Eso es lo que pasó –se disculpa ella-.
-Parecías una solterona amargada, una loca…
-A veces creo que estoy un poco loca, ¿sabés? Por eso vengo a la psicóloga.
-Mmm… Cuando entraste al ascensor yo ya estaba y pensé… “linda mina”. Ahí quedó. Minutos después pensaba completamente diferente: me habías tratado de chorro, de pendejo no sé qué… ¿Realmente tenías miedo que te asaltara?
-Claro, boludo… Pasan tantas cosas… Tenía miedo, ¿entendés?
-¿Y ahora? Ahora me parece que se te está yendo el miedito… ¿no? ¿Me equivoco? –dice Aníbal y con las últimas palabras estira la mano y le toca una teta-.
-Epa… ¡qué mano larga, chiquito! –se queja ella sin sacarle la mano-.
Aníbal la besa en la boca. Ella también lo besa y le acaricia la nuca. Él se desabrocha el pantalón y le levanta la pollera larga con ambas manos. Empieza a bajarle la bombacha y ella completa el movimiento. El se acomoda, la penetra y arranca a moverse. Ella se echa hacia atrás contra el enrejado del ascensor detenido y jadea con placer.
Desde lejos comienza a oirse la sirena de los bomberos.

NESTOR + JOVENES ¿Vos no querés venir? ¿Por qué?

domingo, 15 de agosto de 2010

Este mes casi no cociné


Este mes casi no cociné.
No calenté aceite en la sartén. No puse ninguna carne para sellar sus costados, ni la aparté en un plato enlozado para que siga soltando jugos después de dorarse. Tampoco eché un vasito de vino -o un sobrante de champan- en la sartén, para levantar los sabores. Ni raspé con la cuchara de madera chatita, la que me quedó cuando desarmé la cocina de mi vieja.
No acerqué la nariz a la sartén y, por lo tanto, no disfruté el aroma del alcohol cuando termina de evaporarse y se mezcla con el fondo, formando esa salsita suave, apenas untuosa.
Tampoco elegí entre romero y estragón para el fondo del mortero, ni me tentó abrir el frasco de páprika que me trajo Emma de Dinamarca. No agregué abundante pimienta negra a la molienda ni reservé granos apenas golpeados para acariciar la carne después de salarla.
No sentí en todo el mes el ruido que hace la cebolla en pluma cuando toca aquel fondo aceitoso y caliente, ni el olor que da cuando se va poniendo traslúcida.
No prendí el horno porque no hacía falta calentarlo. No controlé la sal ni la pimienta porque nada lo requería. No busqué una asadera ni puse en ella lo de la sartén, a modo de colchón, ni acomodé la carne encima: no hubo carne.
Mi casa no se llenó de olores vivos, porque durante el último febrero nadie vino a cenar los jueves. Ni tampoco los viernes. Los sábados la gente sale con su pareja a ver a los artistas, ya se sabe.
Tengo que abrir el frasco de páprika danesa: para tomar el perfume y conocerla.

lunes, 2 de agosto de 2010

Mi trabajo sobre "La balada del álamo carolina" de Haroldo Conti

Taller con Aída Bortnik
“La balada del álamo carolina”, de Haroldo Conti
Adaptación
Julio 2010

-Hola, Cosme –dijo doña Águeda-. Te llamo porque me vuelvo al campo. Sí, en pleno invierno, tal cual. No lo tomes a mal, por favor. Mi Juancito y su familia se fueron a 9 de Julio. () Sí, a vivir, claro. Él acá quedó sin trabajo. Vos sabés que Martínez vendió.() Sí, a mi casa voy. Está un poco destartalada pero para mí sola va a estar bien. Iré arreglando lo que pueda. Además tengo el muchacho que cuida, no voy a estar tan sola. () El de siempre, sí. Manuel. Te dejo la casa, sé que debí avisarte con más tiempo, pero todo vino así. () Gracias, Cosme, gracias. Sabía que me lo ibas a hacer fácil. () Y… lo antes posible. En una semana como mucho. Te dejo las llaves en lo de Luisa. Te dejo también el dinero de medio mes más, ¿te parece? Es lo que puedo, Cosme. Venite un día por allá con María, tomamos unos mates… () Eso, gracias Cosme, gracias, chau, un abrazo.

Doña Águeda colgó el tubo y se miró al espejo. Vestía una pollera azul, y una blusa blanca de mangas largas. Llevaba zapatillas negras de lona, con cordones y medias a rayas blancas y negras. El delantal de tela cruda con dos bolsillos y un saco de lana tejido a mano, también azul, abotonado de arriba a abajo. El pelo cano, recogido en un rodete. El rostro con arrugas propias de sus sesenta y cinco largos. La mirada viva, a pesar de las bolsas en los ojos. Lagrimeaba.
El día que desembarcó en el campo hacía frío pero había sol. Llegó cerca de mediodía en un flete, llevando unas pocas cosas queridas que no quiso abandonar en la casa de Patricios. Con la ayuda de Manuel, el cuidador, se instaló en la vieja casita que había construido con su marido en la juventud. Durante ese día acomodó parte de la mudanza y le pidió a Manuel que le cambiara de lugar algunos muebles. Limpió bien la cocina y el baño, tendió su cama y descansó.
A la mañana siguiente, con poco sol, hacía más frío. A eso de las nueve preparó un mate, se abrigó y salió a recorrer los dos lotes que tenía detrás de la casa. Lo que en otro tiempo había sido un jardín, o un pequeño parque, se veía un poco abandonado. En eso apareció el cuidador:
-¿Necesita algo, señora Águeda?
-Me gustaría caminar un poco con vos por el parquecito para ir viendo qué hace falta. Hace tiempo que no venía a quedarme. Angel no dejaba de venir ni un solo fin de semana y con los chicos pasábamos acá todo el verano, ¿te acordás?
-¿Cómo no me voy a acordar, señora? –dijo Rubén-. Todavía extraño dar la vuelta al lote con Don Angel. Él paraba en cada una de las plantas. Recordaba los nombres de todas. Me repetía “este ciprés tiene la edad de mi hija. Lo plantamos cuando ella nació”. “Este aromo lo planté con Águeda, mirá la altura que echó”.
-Tenés que cortar un poco el pasto debajo de los arbustos, para que se vean mejor. El resto no hace falta. Por ahora no va a crecer.
-Bueno, doña.
Más adelante, algo alejado de otros árboles, estaba el álamo carolina. Medía unos quince metros de alto. Doña Águeda reparó en é:
-Debe andar por los quince metros, ¿no?
-Y algo más también –respondió el muchacho-.
Ella tropezó. El muchacho se apresuró a tomarla de los brazos desde atrás y la sostuvo así mientras su cuerpo se aproximaba lentamente al suelo. Quedó sentada frente al álamo carolina. Apoyó el termo y el mate en el piso y Rubén la ayudó a levantarse. Cuando estuvo de pie puso una mano en el tronco y luego la otra. Miró hacia arriba. El álamo estaba sin hojas pero sus ramas presentaban numerosas yemas que dejaban ver el plan que tenía para la primavera. Doña Águeda le dijo a Manuel que no quería continuar la vuelta.
-Seguimos mañana –agregó-. Tenemos todo el tiempo.
-De acuerdo, doña –respondió él-.
La mujer caminó hacia la casa.
-Le voy a arrimar leña para la estufa, señora.
-Gracias muchacho –dijo ella-.
Ensilló el mate nuevamente y se sentó en el viejo sillón de su compañero. Pasó la tarde acomodando cosas. Cenó frugalmente y durmió.
A la mañana siguiente, al levantarse, encargó unas compras a Manuel y fue para el fondo. Se detuvo en el álamo carolina. Volvió a poner las palmas contra la corteza y, esta vez, acercó el pecho al tronco. Se quedó unos minutos así, después retiró las manos y se sentó al pie, con la espalda contra el tronco. Cerró los ojos y soltó los hombros. La voz del joven la devolvió a la vigilia:
-Hola, doña. ¿Cómo va? –dijo Manuel-.
-Ah, muchacho…
-Hace rato que está acá, ¿no? La ví llegar. ¿Dio la vuelta sola?
-No. Me quedé acá. ¡Quiero tanto este álamo! Quizá porque cuando empezó a venir, solo entre los pastos duros, casi lo arrancamos porque parecía un pastito más. Nunca crecen así naturalmente. Hay que hacer estacas, hemos puesto otros. Vos te acordarás…
-Ahá…
-Me dolía un poco la cabeza. Vine a estar acá, pensé que me haría bien.
-Pero mire que hace mucho que está acá, eh…
-Como veinte minutos, ¿no?
-No, doña. Hace más de una hora. Yo volví de las compras y ahora me iba a comer ya. ¿Usted no va a comer?
-¿Una hora? Me extraña. No, no tengo hambre, pero vos andá nomás. Para la tarde me va a faltar leña, ¿hay bastante?
-Sí. Quédese tranquila. Hasta luego, doña Águeda –dijo él-.
Antes de ponerse de pie, la mujer miró nuevamente la copa del álamo y, por primera vez le habló:
-Tus ramas tienen presa a la primavera –le dijo-. Soltala.

Pasaron varios días. El primero de agosto, a la mañana temprano, salió la vieja de la casa con una botella y un vasito. Caminó hacia los lotes de atrás y se detuvo al lado del álamo carolina. Llenó el vasito, dejó caer unas gotas en la tierra cerquita del tronco y luego bebió el resto de un sorbo.
-Grapa con ruda –dijo-. Es la última botella que preparó Angel pero, a una copita por agosto me va a alcanzar. ¡Manuel!
-Sí, doña. Buen día. Hoy hace tres semanas que vino. El campito es otra cosa con usted acá. Anduve hablando con un quintero para que me guarde plantines de tomate y de pimiento para poner en octubre. Ellos ya van comprando la semilla.
-Y bueno… Ya es agosto… -comentó ella y agregó- ¿Tomaste tu grapa con ruda?
-Hice lo que hay que hacer pero no tomé grapa con ruda. Desayuné con una caña. Era lo que tenía en casa.
-Yo tengo de la grapa de Angel. Te convido.
-No, gracias señora. Por ser la de don Angel mañana voy a hacer otra Pachamama. Pero por hoy ya está. Le quería decir que ayer tarde vino una señora de acá atrás, de lo de Vilches, ¿vió?
-Sí, los recuerdo. ¿La madre o la hija?
-La madre. Dijo que quería hablar con usted. No me dijo para qué, pero como usted ya había entrado a la casa, le dije que vuelva hoy.
-Hiciste bien. ¿Todos bien los Vilches? –preguntó Águeda-.
-Sí –Manuel vaciló-. Más o menos bien.
Águeda lo miró con curiosidad pero calló. Fue caminando hasta el alambre que lindaba con el bosquecito de acacias del vecino. Muchas ramas daban para su terreno. Estaban florecidas. Puso la mano debajo de un manojo de flores amarillas y acercó la nariz. Sonrió y dijo:
-Este perfume es tan agradable. Deja creer que el invierno pasará. Me gustaría llevar unas ramas para la casa. ¿Tenés tijera encima?
-La busco –dijo Manuel y se dirigió al galpón-.
A eso de las tres de la tarde llegó la señora del viejo Vilches. Doña Águeda le calculaba unos sesenta y pico, pero la vida en el campo la hacían parecer mayor. Llevaba una campera de abrigo con capucha, pantalón grueso y zapatillas con medias de lana. El pelo completamente blanco. La invitó a sentarse en un silloncito cerca de la chimenea y ella ocupó el sillón de don Angel.
-Me alegró saber que vendría a visitarme, Carmen –le dijo-. ¿Qué dice de bueno?
-De bueno poco, Águeda. De bueno, poco –dijo la mujer sacándose la campera-. Permiso.
-Póngase cómoda, por favor. ¿Por qué “de bueno poco”? ¿Qué le pasa?
Carmen comenzó a hablar y a sollozar al mismo tiempo. Dijo que su marido hacia un año que había empezado a beber mucho. Que ya dos veces se lo había traído la policía, todo golpeado, y que le habían dicho que la próxima vez lo iban a detener porque se agarraba a pelear con cualquiera.
-¡Pobre Julio…! –dijo Águeda- No lo puedo creer de él.
-Créame, doña Águeda. Estoy desesperada –dijo Carmen-.
Sacó un pañuelo del bolsillo de la campera y continuó:
-Le conté a mi hija, que está viviendo en España. Es la luz de sus ojos, y él sabe que le conté. La hija lo llamó y le dijo pero no sé… no cambió nada. Siempre me promete que no va a tomar más, pero…
-Le hago una pregunta, Carmen… -dijo Águeda-. Y no lo tome a mal. ¿Por qué vino a contarme esto a mí?
-Mire, no sé –respondió Carmen-. Pensé que me iba a preguntar eso. Hace tanto que no nos vemos… Pero antes éramos amigas, ¿se acuerda? Con don Angel, también, pobre… A él lo veíamos siempre. Vine porque estoy muy sola con este problema. En el mercadito me dijo Manuel que usted estaba y quería contarle, desahogarme, no sé...
-Hizo bien en venir… Claro que yo… -comentó Águeda-.
-Él no reacciona, le diga lo que le diga –continuó la mujer-. Hasta le he pedido que no tome fuera de casa… Porque en casa toma poquito, en la comida y nada más. Pero cuando sale, ¡para en los boliches, Águeda! Donde hay gente jodida, imaginesé: tengo miedo que le pase cualquier cosa. O que lo lleven preso, se moriría de vergüenza, como es él.
Andando la charla, Doña Águeda ofreció unos mates y Carmen aceptó. Conversaron un rato más:
-Gracias por escucharme, Águeda –dijo Carmen antes de irse-. Y disculpe mi atrevimiento.
-No se disculpe –contestó Águeda-. Me agradó su visita aunque no pueda ayudarla. Lamento lo de Julio, déle mis saludos. Realmente lo aprecio mucho. Quién sabe…
Cuando Águeda quedó sola tomó un abrigo y un gorro de lana y se acercó a la puerta. En eso apareció Manuel en la ventana de la cocina.
-¿Va a salir, doña? Mire que hace mucho frío, eh… La tarde se está cerrando con unas nubes oscuras. Esas son de frío. Si a la noche aclaran, mañana va a helar.
-Voy hasta el fondo, muchacho –respondió Águeda decidida-. Agregá un poco de leña al fuego para cuando vuelva.
-Bueno… -dijo Manuel-.
Enfiló directamente al álamo carolina y al llegar se sentó al pie, con la espalda apoyada. Cerró los ojos y aflojó los hombros. Comenzó a respirar muy lento y se veía cómo su espalda se pegaba y despegaba del tronco según tomaba o soltaba el aire. Así pasó un rato. En un momento dijo en voz alta:
-¿Qué pasa con Julio? ¿Por qué bebe? ¿Por qué se deja lastimar?
Permaneció un rato más repitiendo los movimientos y las preguntas. Luego se levantó y colocó las palmas sobre la corteza. Esta vez, una a cada lado del tronco, como si quisiera abrazarlo. Cuando las retiró, volvió para la casa.
Esa noche no pudo dormir bien. Se levantó varias veces para ir al baño, para comer un par de caramelos, para tomar agua. Encendió la radio. Eran las seis de la mañana y seguía despierta. Se levantó. Preparó su mate y se sentó en el sillón de don Angel. Después del segundo mate, dejó la pava y el jarrito en el piso. Sacó la traba de la mecedora y comenzó a balancearse muy despacio. Unos minutos después dormía.
A las nueve Manuel tocó la puerta.
-Buen día, doña. ¿Cómo pasó la noche?
-Más o menos. No pude dormir, Manuel –respondió la mujer-.
-¿Por qué?
-No sé. No sé por qué –dijo ella pensativa. En un rato salgo a ver las plantas. ¿Hace mucho frío?
-Sí, abríguese. Para el mediodía va a haber sol. La veo más tarde.

Abrigada con poncho y gorro de lana, Águeda caminó hasta el álamo. Sentada con la espalda contra el tronco, los ojos cerrados y los hombros flojos, comenzó a respirar como el día anterior y al rato se veía mujer y árbol respirando al compás. Entonces Águeda escuchó la voz del álamo por primera vez:
-Cualquiera piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. Vos me proponés respirar juntos. Conspirar. Quizá porque sabés que un día de un viejo árbol es un día del mundo.
-Sí, me parece –dijo Águeda temblando-. Por eso vengo. El mensaje de mi aliento busca tu centro. Busca compartir ese día del mundo que pasa por vos.
-Mi día es un día del mundo porque crezco hacia arriba pero también hacia abajo y la tierra, que tiene un corazón húmedo y palpitante, me envía todo tipo de señales desde distintos lugares. La tierra tiene un cuerpo fresco, lleno de vida.
-Hace poco compartí contigo mi homenaje al corazón de la tierra madre –dijo Águeda-.
-Lo recuerdo –respondió el árbol-. Ella también conspira conmigo dulcemente. Bajo mis hojas caídas y bajo el pasto, sostiene cuanto hay en este mundo. Gracias a la tierra puedo comunicarme con árboles lejanos y saber cosas aunque no pueda verlas.
-Así lo imaginé. Por eso me animé a preguntarte qué le pasa a Julio, mi amigo.
-Tu amigo está triste.
-¿Eso solo? –preguntó la mujer-.
-¿Te parece poco? –dijo el àlamo-. La tristeza es como un invierno sin fin. Y la de él está llegando a su corazón.
-No me parece poco –aclaró Águeda-. Quizá todo lo contrario. Lo que pasa es que a su edad… ¿Verá otra primavera?
-Tanto no sé. Tendría que consultar de nuevo.
-¿Lo harás? –rogó ella-.
-¿Vendrás mañana? –preguntó el árbol-.
-Sí, claro.
-Te espero –lo escuchó decir Águeda-.

Al día siguiente, temprano, mientras Águeda tomaba mate, Manuel le tocó el vidrio de la cocina. Ella le hizo señas para que entrara y le convidó. Manuel tomo el mate y al devolvérselo dijo:
-El hijo de Don Raúl preguntó por usted.
-Don Raúl es el hombre que pasaba la máquina en la calle de tierra, ¿no?
-Sí, doña –dijo Manuel-.
-Y… ¿cómo supo ese chico que estoy aquí?
-Bueno, lo encontré en la carnicería… Yo le dije –dijo el muchacho en tono de confesión-.
-Ah, vos le dijiste… Y… ¿por qué le dijiste?
-No, doña, no vaya a pensar que yo… Lo que pasa es que el muchacho no anda bien y…
-¿Y yo qué tengo que ver?
-Nada, usted nada.
-Ah, bueno. Dale saludos a los que pregunten por mí, entonces.
-Gracias, señora –dijo Manuel no conforme del todo-.

Serían las once de la mañana cuando Águeda se encaminó hacia el fondo. El sol estaba terminando de convertir la escarcha en agua fría. Volvió a la casa a buscar una lona para poner en el piso cuando se sentara junto al álamo. Desde la puerta divisó a Manuel conversando con un muchacho en la tranquera. Siguió viaje.
Al llegar cerca del árbol, acarició la corteza con sus manos por unos instantes, luego acomodó el trapo y se sentó con la espalda apoyada. Cerro los ojos y aflojó los hombros. Comenzó a respirar lenta y profundamente, acercando cada vez más su cuerpo al tronco. Al rato, escuchó nuevamente la voz:
-Esta noche las estrellas altas se deslizaron por mis ramas peladas. Estoy lleno de noticias.
-Te escucho –dijo Águeda-.
-No puedo respirarlas amiga. Los humanos reciben los datos de las estrellas cuando sueñan. Contribuiré a que te lleguen, eso sí.
-Bueno, gracias –respondió ella-. ¿Cómo sabés eso?
-Todo se aprende con los años, un verano tras otro y luego para el árbol, como para ustedes supongo, los aprendizajes son materia de recuerdo en el invierno.

Agueda se inquietó. Movió su cuerpo y volvió a la vigilia algo abruptamente. La voz de Manuel terminó de traerla. El muchacho estaba parado a su lado.
-¿No va a comer, señora? –preguntó-.
-No todavía, Manuel- contestó-.
-¿Puedo hacerle una pregunta, doña Águeda?
-Si me esperás un ratito, te veo en la casa… Ya iba para allá –mintió la mujer-.
Se levantó, tomó su manta de lona y fue andando lentamente hacia la casa. De la chimenea salía una columna de humo que la alentó a apurar el paso. Cuando llegó buscó en la heladera algo para cocinar y colocó una olla al fuego con agua y sal. Por la ventana vió llegar a Manuel. Le hizo señas para que entrara.
-Sabe doña que vino el chico de que le hablé antes… El de don Raúl. Y dice que quiere hablar con usted… No sé, yo le dije que usted estaba ocupada, pero… ¿vió?
-Pero… ¿qué?, Manuel. ¿Puedo saber qué le has dicho a la gente vos?
-Yo nada, doña Águeda, creamé. Nada, le juro… No sé por qué me preguntan si pueden hablarle.
-Bueno, decile que venga. A lo mejor busca trabajo. ¿No te comentó nada? Al saber que estoy viviendo acá por ahí cree que… No sé… ¿Vos le habrás dicho que tenés más trabajo ahora?
-No, doña… para nada. Yo estoy mejor ahora que está usted. Pero mi trabajo es el mismo. No, yo no dije nada de eso.
-Menos mal –dijo ella-. Se sentó a comer y el muchacho se fue a su casa.

En su visita siguiente al álamo carolina, doña Águeda llevaba en la cabeza el problema que ya le había venido a consultar el hijo de don Raúl. Estaba enamorado de una chica del pueblo de al lado y le parecía que a ella no le era indiferente. Pero la chica estudiaba y él era peón de un remisero, No se animaba a hablarle.
Águeda respiró al unísono con el árbol y escucho su voz diciendo:
-Los árboles copiamos de la tierra colores y perfumes para nuestras flores y frutos. Todo lo diverso proviene de su maternidad. El joven debe dejar de lamentarse. En cambio tiene que empeñarse para provocar una combinación feliz.
-Se lo haré saber.
-¿Volverás? –preguntó el árbol-.
-Por supuesto –dijo ella-.

Pasaron unos días. Agosto terminaba y algunas yemas del álamo comenzaban a desplegarse despacio. Una tarde Agueda lo visitó. Acarició el tronco con sus palmas, lo abrazó luego y al fin se sentó en su base con la espalda apoyada. En breve respiraba con él y volvía a darse aquella comunicación:
-En el invierno era la semilla… y la semilla germinó –se le ocurrió decir a Águeda que estaba conmovida-. Los humanos soñamos y en la siembra invernal se ponen en marcha nuestros sueños.
-Hay que cuidar que el invierno no llegue nunca al corazón –dijo el álamo-.
-Gracias también a la dulce respiración de la tierra tenemos la música y la danza –agregó Águeda-.
-Conozco la música del viento, dijo el álamo-. Hay unas casuarinas en mi vecindad, muy cantoras, que se hacen acompañar por el viento.
Agueda se escuchó decir algo que no había aprendido de nadie:
-La tierra vibra distinto en cada parte de su cuerpo mundo. Nosotros copiamos los ritmos. Cada pueblo encuentra su musicalidad, su baile y la cadencia de su idioma.
-Cuando pasa el tren la tierra tiembla –dijo el árbol-.
-¿Y el Sol? ¿Por qué gira la tierra a su alrededor sin falta? –preguntó Águeda con devoción-.
-Porque el Sol es su guía, su maestro y su varón. La asedia y la enamora, la espera y le hace los hijos que somos nosotros, junto con ustedes y los animales del día y de la noche.
-No recibí aún tu respuesta para Julio, mi amigo –se quejó Águeda-.
-Julio está triste porque su hija se fue a vivir demasiado lejos. Si estuviera más cerca nada le pasaría. ¿No saben los humanos que el corazón percibe la distancia?
-¿Te parece? Pero entonces no hay solución para él…
-Hay que esperar un poco. Cuando el invierno me adormece como ahora, ya voy pensando en el verano luminoso que está en camino hacia mí a través de la tierra. Tu propuesta de conspirar conmovió el tibio surco de mi savia y puso en marcha cosas buenas para mí, para ti y para tu amigo.
-Son buenas noticias, mi querido álamo … -opinó ella-.
-Siempre son buenas –señaló el árbol-. Cuando en septiembre memoria y suceso una vez más se junten en el tiempo, el aire será más tibio y podremos ver juntos el nacimiento de todo lo nuevo. A la recíproca, mis hojas de octubre animarán al Sol a iluminarlas y, un poco más adelante, mi sombra será negra y fresca. Provocará el acercamiento de los otros, ya que yo no puedo moverme de mi puesto.
-Volveré a visitarte –dijo la mujer-.

miércoles, 28 de julio de 2010

Ausencias




A la hora de la siesta, en lugar de recostarse un rato como acostumbraba, María salió para el Banco. Iba enojada porque otra vez la falta de memoria le había impedido completar un trámite desde la computadora. No tomaba nota de las claves y cuando tenía que escribirlas o cambiarlas, se repetía el inconveniente.

La simple demanda de la máquina la remitía a un lugar de su mente que parecía vacío. La frase la clave anotada es inválida parecía extender la idea de invalidez a alguna zona de ella misma que estaba desierta de nombres propios, carente de apellidos famosos, vacía de números conocidos, fáciles, repetidos por mucho tiempo en forma refleja y ahora renuentes al forzoso ejercicio de la recordación.

Ella sabía que horas después, mientras acomodara una ropa o lavara un platito, el dato aparecería de repente: alegre, extemporáneo, inútil. Como en un aquí no ha pasado nada o un nada se pierde, todo se demora.
Cuando apareciera, no correría a anotarlo. No quería prevenir. Porque eso implicaría aceptar que los datos tienen el poder de fugarse a través de una pinchadura, y lo hacen. Sería como reconocer que algo propio, íntimo, manifiesta desgaste, deterioro, vetustez: que es capaz de salirse temporalmente de control y en cualquier momento volver.

Ayer mismo lo había padecido conversando con una compañera del taller de cine nacional:

-¿Quién dirigió “La patota”?
-El marido de Mirtha Legrand.
-Ah, sí.¿Cómo era el nombre de él? Esperá. Qué película tan dramática, ella era la protagonista.
-¿Quién?
-Mirta Legrand. Ella fue la protagonista de “La patota”.
-Pero el marido, digo… ¿cómo se llamaba? No hace tanto que murió… te acordás que ella salió llorando en la tele cuando volvió a empezar. Dijo lo que dicen todos… “A él le hubiera gustado que siguiera”, o “qué mejor homenaje para un hombre como Fulano…” Qué hipócritas que son, les importa un carajo todo.
-¿Cómo se llamaba?
-¿Hizo “La casa del angel” también?
-Nooo! “La casa del angel” es de Torre Nilson, nena…
-Bueno, che… ¡qué entendida que sos!
-Que no me acuerde un nombre no quiere decir que me haya vuelto idiota. Yo sé de cine argentino, lo que pasa es que se me hacen estas lagunas que me mataría. Capaz que a las tres de la mañana me despierto con el nombre del tipo en la punta de la lengua… No sé para qué.
-Yo me acuerdo que trabajaba Walter Vidarte. ¿Te acordás de Walter Vidarte? ¡Qué actor! ¿Te acordás de “El Dependiente” de Favio? Walter Vidarte no trascendió como se merecía.
-Es cierto, pero… ¿cómo se llamaba el marido de Mirtha…? ¿será posible?

Ninguna de las dos recordó y la charla continuó, prescindiendo del dato fantasma. María sintió, una vez más, la sensación de encontrarse en un paisaje lunar, en ausencia completa de señales reconocibles.

Vino la noche y durmió, con las interrupciones de costumbre, propias del insomnio que la acompañaba desde hacía años. Soñó con árabes. A la madrugada intentó registrar partes del sueño en la libreta de la mesa de luz. Cuando despertó esta mañana la abrió, para repasar lo que llevaría a terapia. En un rinconcito de la hoja, al lado del garabato del ánfora que llevaba el árabe del sueño, en letras arrebatadas se leía “Daniel Tinayre”.

lunes, 26 de julio de 2010

HAROLDO CONTI

La balada del álamo carolina

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.

2

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños.

El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de

madera en su verde jaula de fronda.

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón.

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche.

Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.

Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aulla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.

3

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas. Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos.

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.

Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.

martes, 20 de julio de 2010

TALLER LITERARIO Texto breve y guión

TRAÉ UN CUADERNO A4 CON TAPA DURA
Comunicate al 15-6133-4241
COMIENZA el VIERNES 6 de AGOSTO a las 19:00



Publicaciones:
“El pensamiento positivo en acción”,
El Ateneo, Buenos Aires, 1990, 91, 92.
“Vasallos de tu miel…” nouvelle,
Edición del autor, Buenos Aires, 2004

Maestros:
1990-92 Leandro Wolfson (Narrativa)
1996-99 Luisa Peluffo (Narrativa)
1999-00 Dalmiro Sáenz (Texto breve)
2004-06 Alicia Steimberg (Escritura y
Reescritura)
2007-09 Sandra Russo (Texto Breve)
2010 Narrativa Radial (Guión Radioteatro)
Actual Aída Bortnik, Juan J. Campanella (Guión Cine)

lunes, 19 de julio de 2010

DON MARTÍN

UN VIEJO ESTÁ SOLO Y ESPERA

Graciela Berchesi

Don Martín ronda los setenta años. Tiene el pelo cano y la expresión triste. Está sentado en una mitad del viejo banco de quebracho, debajo de la estructura de hierro del que fuera el farol principal de la estación. De a ratos se levanta y mira hacia un lado y hacia otro, como si esperara ver pasar el tren. Vuelve a su asiento. Se pasa la mano por la cara, apoya la cabeza sobre la palma y el codo en el muslo. Viste un pantalón de trabajo, color gris oscuro, una camisa celeste con el cuello gastado y lleva un chaleco de lana muy usado, tejido a mano, color marrón. Zapatos baratos abotinados con cordones, combinan cuerina y paño de un antiguo azul. A pocos metros, sobre el andén, hay un cartel típico, armado sobre dos soportes de cemento pintados a la cal. El fondo es negro y las letras blancas. Dice “La Oriental”. Don Martín se acerca al cartel y se respalda en uno de los soportes. Se arrima luego al borde del andén y vuelve a mirar hacia ambos lados. Los pastos altos no dejan ver gran cosa. Su gesto es ahora de bronca.

Desde la ventana del boliche, dos puebleros lo están mirando.

-¿Viene todos los días Don Martín? –le pregunta el más joven al mozo cuando se acerca-.

-No –responde el mozo-. Pero no baja de dos o tres días a la semana.

-¿Cuánto tiempo habrá estado Martín de Jefe de Estación acá? –preguntó el que parecía mayor-.

-Unos cuantos años –dijo el mozo-. Cuando lo nombraron tendría cerca de 40 y estuvo hasta que se jubiló, cuando cerró el taller y todo eso. ¿Qué les traigo?

-Traete dos ginebras, como siempre. –dijo el más joven-. ¿Estuvo hasta el final?

-Sí, eso sí. Como nosotros –afirmó el mayor-. Yo también estuve hasta el final. Tu viejo no porque bueno, pobre… Mirá: Don Martín debe haber visto parar al último tren que cargó agua en “La Oriental”.

-Mi viejo se murió a tiempo me parece.

-Pobre Lauro. El fue mi foguista mucho tiempo. Yo era maquinista. Me bajaba, desenroscaba la manguera y la enchufaba a la locomotora. Después abría la canilla grande y durante media hora, ponele cuarenta minutos, la máquina cargaba agua.

-¿Y ese rato pasaban con él? –preguntó el joven-.

-Y sí. Bajábamos con el foguista, a veces era tu viejo, a veces el pelado Gómez, y mientras se hacía la carga íbamos al baño, todo eso, y después ya nos íbamos para la oficina del Jefe.

-¿Y qué hacían? –pregunta el joven-.

-Él era muy amigo con nosotros. Amigo del trabajo, porque él no era de acá, él era de Junín. Cuando íbamos ya tenía la pava puesta en el calentador, el mate preparado, en el invierno una ginebra sabía tener también. Una caña… En fin… Se armaba la ronda y contábamos cosas de los pueblos, cosas que uno veía por ahí… tanto andar…

-¡¿Quién iba a decir?! ¿no? –pensó en voz alta el muchacho.

-Menos que nadie Martín –agregó el otro-. El quería al ferrocarril como a su casa, como a su familia.

Enfrente, en la estación, don Martín abrochaba los botones de su saco de lana. Se preparaba para irse. Tomaba la bicicleta y la hacía rodar a su lado hacia la salida. Al pasar frente a la puerta principal, palpaba la llave grande en el bolsillo derecho de su pantalón. Dejaba la mano quieta allí por un momento mientras el rostro volvía a entristecerse. Miraba el hueco, las hojas de la puerta habían sido arrancadas. Las bisagras estaban rotas y herrumbradas. El acceso a su oficina, también sin puerta, dejaba ver una de las viejas paredes blancas, en la que él podía identificar la mancha marrón oscura que había dejado el uso del calentador.

Cruzó la tranquerita. En el alambre estaba florecida la campanilla. Se detuvo y miró hacia la calle. Desde la vereda de enfrente le hacían señas de atrás de la vidriera del boliche. Cruzó. Lo invitaron a entrar. Aceptó. No tenía apuro. Sólo tenía que esperar y en cualquier lugar era lo mismo.

Alicia, del taller de Sandra Russo

Pescar

Alicia Landaburu

Mientras espero en el pasillo a que me lo traigan, pito y trago hondo el humo de un inusual cigarrillo matinal. El sol saca bruma del pasto helado. Tiemblo. Hace frío. Aparece, allá, al final del pasillo, con una carpeta negra en la mano. Tiro el pucho y lo apago ni bien lo veo acercarse. El penitenciario que lo acompaña me mira:

-¿Quiere que me quede, doctora?

Levanto la mano:

-Todo bien, andá.

Tiré el pucho y lo apagué ni bien lo ví acercarse por el pasillo.

-Cómo te va, soy Alicia de la defensoría- le estiro la mano.

Se limpia en el pantalón, me da la suya y me aprieta. También aprieto. No te tengo miedo. Nos miramos fijo. En la sala de entrevistas no hay nadie. En un costado hay una mesa y un par de sillas.

-Traéte aquella silla- le digo y me adelanto para agarrar la que queda más cerca de la salida.

-Doctora, pensé que ya no venía, traje cosas para mostrarle –dice.

Le miro las manos, el pelo largo y enrulado, mojado y tirante, disciplinado en una cola de caballo.

-Primero, quiero que anote el número de mi mamá –dice.

Me dicta, anoto.

-Ah, y otra cosa, doctora.

-Pará, primero escucháme vos a mí.

-La escucho.

-Ya hay fecha.

-¿Anotó bien?

-Si me dictaste bien, sí. Nos notificaron antes de ayer, en un mes es el juicio.

-¿A usted le molestaría llamarla? No me queda crédito en la tarjeta de teléfono.

Baja la mirada, se entrelaza los dedos de las manos y espera. Meto la mano en el bolsillo de la mochila y revuelvo. Saco una tarjeta envuelta en celofán.

-No me meto en cuestiones familiares. Llamála vos.

Apoyo la tarjeta sobre la mesa y la deslizo hacia él, pero no me mira. ----¿Alejandro?

Sin contestarme, abre la carpeta y busca entre papeles que despiden olor a cigarrillo mezclado con algo que no distingo. Saca uno amarillo, doblado muchas veces. Me lo extiende.

-Si no le molesta, me gustaría que la llamara usted.

-Pero qué le voy a decir.

-Léale eso, de mi parte. Dígale que lo escribí especialmente para ella.

-¿No te parece mejor leérselo vos?

-Ayer me dieron la nota de lengua. Aprobé.

Lo miro en silencio. Guardo el papel amarillo en una solapa de mi carpeta. Saco su legajo.

-¿Y el resto?

-El resto no importa.

-¿No?

-No. El resto es para los que van a salir, tener trabajo, hijos.

-¿Y lengua?

-Lengua es para escribir.

-Arremangáte, y sacá las otras materias también. A los jueces les va a causar buena impresión.

-Yo sería escritor. Me sentaría en un bar, pediría un café con leche, y me la pasaría escribiendo. Y mirando por la ventana, tranquilo.

-Che, tenemos un montón de cosas que definir ¿No te interesa el juicio?

Destapo la birome y saco unas hojas en blanco.

-¿Y qué pasa si no llego? –dice.

-¿Cómo si no llego?

Abro el legajo, apuro las hojas hasta un informe de la división Asistencia Social. Tres intentos. 1998, 2004 y 2008. Sin querer, arqueo las cejas.

-No podés no llegar, Alejandro –digo.

Lo miro a los ojos. Un instante después baja la mirada. Da igual si lo reto, o si intento preparar su declaración. Da igual si permanezco indiferente mientras completo la ficha que luego va a chequear mi jefa.

Cierro el legajo, tapo la birome y aparto las hojas en blanco. Le pregunto cómo es su mamá.

-Es bajita, tiene el pelo enrulado igual que yo, hace tortas. Yo hacía carteles sobre recortes de chapa. ”Tortas de 15, de bautismo y de casamiento. Encargos a Cristina”. Los pintaba con un pincelito, copiando las palabras de un papel que me había escrito la vecina. Ni yo ni mi mamá sabíamos leer. Ahora yo sé. Salía a atarlos con unos alambritos por los postes del barrio, en Resistencia, donde vive mi mamá.

Me cuenta también que le gusta el río, que cuando era chico pescaba lindo. Que eso es lo que más extraña de Resistencia.

Conversamos un largo rato hasta que el penitenciario se asoma con cara de preocupación. Le hago una seña de que ya estoy por terminar. Junto mis cosas. Él, las suyas.

-Quiero que se la lleve, quiero que la tenga –me dice alcanzándome la carpeta.

La agarro, y le estiro la otra mano mientras asiento en silencio. Nos despedimos y nos vamos en sentidos distintos del mismo pasillo. No sé si se da vuelta. Yo no lo hago y sigo caminando. Está nublado. La camioneta que me trajo me está esperando. Me subo. Arrancamos.

Abro la carpeta negra, y ojeo. Hay cartas a su mamá. Y hay un diario escrito en hojas sueltas. La presión de la birome al escribir marcó las hojas. Quedaron rugosas, ajadas. Algunas palabras están repasadas, y sobre su trazo hay surcos imperceptibles a la vista que, sin embargo, atraviesan el papel.

Sobre el parabrisas caen gotas de lluvia. Chocan y se deslizan, apuradas por el viento. El camino es de tierra, la camioneta acelera hasta subir a la ruta.

Sentí varias veces las ganas de preguntarle a Alejandro si no le gustaría volver a Resistencia, enseñarle a leer a su vieja, volver a pescar. Pero está bien así. Imagino las manos de Cristina, tal vez arrugadas, tal vez grandes y con olor a esencia de vainilla, que un día cuando Alejandro ya no esté, pasarán sobre estos papeles sintiendo bajo sus yemas el misterio de la rotunda manifestación de la existencia de su hijo.

Cierro la carpeta, y apoyo la cabeza contra la ventanilla. Miro los lotes sembrados y los animales. Es probable que cuando lleguemos a Buenos Aires me haya quedado dormida.

***