-Se paró –dice él-.
Es un muchacho de 21, 22 años, vestido con jean, remera y zapatillas, que lleva una mochila cuyo formato cuadrado permite adivinar que oculta un paquete rígido. Por la actitud física del joven no parece cargar mucho peso.
Ella debe tener unos 45 o 50 años, está vestida con pollera larga tipo hindú y una blusa blanca con el canesú bordado en colores. Lleva sandalias. Después de detenerse el ascensor, continúa todavía unos segundos mirándose al espejo.
-Se paró el ascensor… ¡la puta madre! –repite el muchacho-.
-¡No me digas! –exclamó ella-. ¡Qué casualidad! ¡Vos lo paraste! Hacelo andar, gracioso… ¡No te acerques!
-¿Eeh? ¿Qué le pasa, doña? –responde él con una expresión entre sorprendida y despreciativa-.
-No soy ninguna doña. Y conozco este recurso. A una amiga le pasó –dice ella en tono sobrador-. ¿A ver?, aprieto acá y…
Toca el botón de alarma. La situación no cambia y ella se muestra enfurecida.
-¡Hacé andar el ascensor, pendejo! ¡A mí no me vas a joder!
-¡Pero doña…! El ascensor se descompuso, ¿qué culpa tengo yo? Estamos entre dos pisos –dice él contrariado, mientras aprieta reiteradamente el botón de alarma-.
La alarma suena y nada pasa. El rostro de ella expresa desconcierto. Rompe en llanto convulsivo, entremezclado con gritos agudos, como de miedo. Para de llorar de repente y vuelve a la carga:
-Yo ví un caso igual en la tele. No me vas a engañar tan fácil, mocoso de porquería. ¿qué es lo que te creés? Ustedes se creen que los grandes somos todos del campo… Pedazo de idiota…
El muchacho la mira con bronca por primera vez.
-Escuchame flaca… -dice con firmeza comenzando a tutearla-. Acà se rompió la máquina y encima el edificio es viejo y andá a saber si tiene encargado. Así que acabala con tu novela que estamos en el horno. Menos mal que por lo menos es enrejado, que no falta el aire…
Seguidamente, oprime otra vez el botón de alarma. Nadie responde. El chico grita:
-¡Ascensor! ¡Nos quedamos entre pisos…! ¡Ascensor! ¿Hay alguien? ¡Auxilio!
-¡Ay, Dios! –dice ella que parece no querer entender-. ¿Qué querés de mí? No tengo plata, vengo a la psicóloga del cuarto piso. No traigo nada de valor… ¿Cómo te llamás?
-¿Qué te importa? –responde el chico enojado-. ¿Primero me tratás de chorro y ahora querés saber cómo me llamo? Ya sé por qué venís a la psicóloga… Estás re del tomate vos. Mirás mucha tele, ¿no? Te comés el verso de los asaltos, boluda. Aníbal me llamo. ¿Y vos?
-En este país no se puede vivir más –dice ella como respuesta y vuelve a intentar un sollozo-. Mirá en qué situación me encuentro yo ahora: ¡encerrada con un pendejo, como mínimo guarango, en esta jaula…!
-Yo sí que estoy en problemas –argumenta el chico, señalando su mochila-. ¿Sabés lo que hay en esta caja?
-Ni me importa –responde ella despectivamente-.
-¡Morite! –cierra él-.
Aníbal vuelve a hacer sonar la alarma sin resultado. Se oye cerrar una puerta y luego pasos en el palier del piso inmediatamente superior.
-¡Eeh! ¡Oiga! ¡Vecino! ¡Estamos aquí en el ascensor…! ¿Puede llamar al portero?
-El portero no está a la tarde… Se va a las doce. Espere… -dice el vecino-.
Ella se coloca en el ángulo del ascensor y, torciendo la cabeza hacia arriba, puede ver al vecino que vuelve a entrar a su departamento. Minutos después, sale.
-Mire señor –dice el vecino en voz alta-. Lo único que puedo hacer es llamar a los bomberos. Le pregunté por teléfono al vecino del primero A, que es de la comisión. ¿Usted dónde iba?
-Voy a la oficina del quinto D, me están esperando… y la señora va al cuarto piso.
-Aah! ¿Hay una señora también? -pregunta el vecino-.
-Sí, señor… estoy aquí… encerrada… -dice ella con voz lamentosa-. ¡Ay, por Dios…! Oiga, señor… ¿No le puede avisar a la psicóloga del cuarto C que estoy aquí? Me llamo Amanda. ¡Porque me debe estar esperando!
Y en voz baja agrega:
-Me va a querer cobrar la hora todavía…
-Que llame a los bomberos a ver si nos sacan de acá –dice el muchacho-.
-¿Por qué no va abajo y llama a los dos lugares por el portero eléctrico? -le sugiere ella al vecino-.
-Bueno -responde el hombre-. Lo que pasa es que yo ya salía… Tengo una cita en veinte minutos y un viaje por delante. Pero bueno, aviso al cuarto C y al quinto D.
-No pierda tiempo, señor -grita Aníbal-. Llame directamente a los bomberos, ¡por favor! Hace como una hora que estamos acá… ni sé qué hora era cuando llegué, ¡la puta madre!
-¡Qué guarango! –critica ella-.
-¡Voy! -grita el vecino-.
Vuelve a entrar a su casa, luego sale y encara las escaleras hacia abajo. Se oye que baja del tercero. Antes de llegar al segundo, mira hacia el lugar del ascensor. Sólo alcanza a constatar la presencia de dos personas adentro. Cuando llega al segundo piso se detiene, mira para arriba y dice:
-Tengan paciencia, los bomberos están en camino. Le dije a mi señora que les alcance algo para tomar. No sé si podrá pasarlo por el enrejado, pero bueno… Yo tengo que irme. Mucha suerte.
-Gracias, gracias –dice Aníbal disponiéndose a esperar-.
Pasan dos o tres minutos en silencio.
-¿Qué era lo que tenías en ese paquete? –pregunta ella con tono amigable-.
-Ah! ¿Te empezó a importar? ¿Cuándo fue? –averigua él con sorna-.
-Para nada. Simplemente, se trata de hablar algo… -dice ella y se mira al espejo-.
-No estoy seguro –comenta el muchacho-. Pero me parece que es plata. Yo soy el cadete, no me dicen lo que llevo para que no ponga cara de “llevo guita” y avive a los chorros, pero… me parece que es guita. Dólares. Te lo digo porque total acá, aunque me quieras asaltar, no podés.
-No soy ladrona. Ladrón se nace. En mi familia no hay ladrones, por si querés saber…
-¿La verdad? No me importa. Pero mi abuelo dice que hay muchas maneras de ser ladrón…
-¿Qué querés decir? –pregunta ella en guardia-.
-Nada, te digo lo que dice mi abuelo –contesta el chico-.
-Y ¿qué diría tu sabio abuelo ahora?
-No sé… él siempre tiene una de esas preguntas que te dan vuelta.
-Yo también tengo preguntas. A ver… ¿Cuántos añitos tenés, Aníbal? –dice ella en un tono mucho más amigable-.
-Añitos, ninguno. Tengo 22 años.
-Un nene –opina ella, hasta despectivamente-.
-¿Un nene? Yo no diría eso… -afirma él-.
-Podría ser tu mamá –dice ella sonriendo-.
-Sí. O mi tía. O cualquier otro parentesco…–contesta Aníbal-.
-Pero no somos parientes –dice ella-.
-¿Y con eso? –pregunta Aníbal-.
-No, nada… Digo –dice ella-. No ser parientes nos autoriza a casi todo. ¿No te parece?
-Ah, creo que te entiendo –responde él aceptando rápido el viraje que ella parece proponer. Si no hubieras sido tan agresiva al principio… No sé…
-Me asusté mucho, tonto. Eso es lo que pasó –se disculpa ella-.
-Parecías una solterona amargada, una loca…
-A veces creo que estoy un poco loca, ¿sabés? Por eso vengo a la psicóloga.
-Mmm… Cuando entraste al ascensor yo ya estaba y pensé… “linda mina”. Ahí quedó. Minutos después pensaba completamente diferente: me habías tratado de chorro, de pendejo no sé qué… ¿Realmente tenías miedo que te asaltara?
-Claro, boludo… Pasan tantas cosas… Tenía miedo, ¿entendés?
-¿Y ahora? Ahora me parece que se te está yendo el miedito… ¿no? ¿Me equivoco? –dice Aníbal y con las últimas palabras estira la mano y le toca una teta-.
-Epa… ¡qué mano larga, chiquito! –se queja ella sin sacarle la mano-.
Aníbal la besa en la boca. Ella también lo besa y le acaricia la nuca. Él se desabrocha el pantalón y le levanta la pollera larga con ambas manos. Empieza a bajarle la bombacha y ella completa el movimiento. El se acomoda, la penetra y arranca a moverse. Ella se echa hacia atrás contra el enrejado del ascensor detenido y jadea con placer.
Desde lejos comienza a oirse la sirena de los bomberos.