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miércoles, 28 de julio de 2010

Ausencias




A la hora de la siesta, en lugar de recostarse un rato como acostumbraba, María salió para el Banco. Iba enojada porque otra vez la falta de memoria le había impedido completar un trámite desde la computadora. No tomaba nota de las claves y cuando tenía que escribirlas o cambiarlas, se repetía el inconveniente.

La simple demanda de la máquina la remitía a un lugar de su mente que parecía vacío. La frase la clave anotada es inválida parecía extender la idea de invalidez a alguna zona de ella misma que estaba desierta de nombres propios, carente de apellidos famosos, vacía de números conocidos, fáciles, repetidos por mucho tiempo en forma refleja y ahora renuentes al forzoso ejercicio de la recordación.

Ella sabía que horas después, mientras acomodara una ropa o lavara un platito, el dato aparecería de repente: alegre, extemporáneo, inútil. Como en un aquí no ha pasado nada o un nada se pierde, todo se demora.
Cuando apareciera, no correría a anotarlo. No quería prevenir. Porque eso implicaría aceptar que los datos tienen el poder de fugarse a través de una pinchadura, y lo hacen. Sería como reconocer que algo propio, íntimo, manifiesta desgaste, deterioro, vetustez: que es capaz de salirse temporalmente de control y en cualquier momento volver.

Ayer mismo lo había padecido conversando con una compañera del taller de cine nacional:

-¿Quién dirigió “La patota”?
-El marido de Mirtha Legrand.
-Ah, sí.¿Cómo era el nombre de él? Esperá. Qué película tan dramática, ella era la protagonista.
-¿Quién?
-Mirta Legrand. Ella fue la protagonista de “La patota”.
-Pero el marido, digo… ¿cómo se llamaba? No hace tanto que murió… te acordás que ella salió llorando en la tele cuando volvió a empezar. Dijo lo que dicen todos… “A él le hubiera gustado que siguiera”, o “qué mejor homenaje para un hombre como Fulano…” Qué hipócritas que son, les importa un carajo todo.
-¿Cómo se llamaba?
-¿Hizo “La casa del angel” también?
-Nooo! “La casa del angel” es de Torre Nilson, nena…
-Bueno, che… ¡qué entendida que sos!
-Que no me acuerde un nombre no quiere decir que me haya vuelto idiota. Yo sé de cine argentino, lo que pasa es que se me hacen estas lagunas que me mataría. Capaz que a las tres de la mañana me despierto con el nombre del tipo en la punta de la lengua… No sé para qué.
-Yo me acuerdo que trabajaba Walter Vidarte. ¿Te acordás de Walter Vidarte? ¡Qué actor! ¿Te acordás de “El Dependiente” de Favio? Walter Vidarte no trascendió como se merecía.
-Es cierto, pero… ¿cómo se llamaba el marido de Mirtha…? ¿será posible?

Ninguna de las dos recordó y la charla continuó, prescindiendo del dato fantasma. María sintió, una vez más, la sensación de encontrarse en un paisaje lunar, en ausencia completa de señales reconocibles.

Vino la noche y durmió, con las interrupciones de costumbre, propias del insomnio que la acompañaba desde hacía años. Soñó con árabes. A la madrugada intentó registrar partes del sueño en la libreta de la mesa de luz. Cuando despertó esta mañana la abrió, para repasar lo que llevaría a terapia. En un rinconcito de la hoja, al lado del garabato del ánfora que llevaba el árabe del sueño, en letras arrebatadas se leía “Daniel Tinayre”.

lunes, 26 de julio de 2010

HAROLDO CONTI

La balada del álamo carolina

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.

2

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños.

El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de

madera en su verde jaula de fronda.

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón.

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche.

Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.

Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aulla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.

3

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas. Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos.

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.

Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.

martes, 20 de julio de 2010

TALLER LITERARIO Texto breve y guión

TRAÉ UN CUADERNO A4 CON TAPA DURA
Comunicate al 15-6133-4241
COMIENZA el VIERNES 6 de AGOSTO a las 19:00



Publicaciones:
“El pensamiento positivo en acción”,
El Ateneo, Buenos Aires, 1990, 91, 92.
“Vasallos de tu miel…” nouvelle,
Edición del autor, Buenos Aires, 2004

Maestros:
1990-92 Leandro Wolfson (Narrativa)
1996-99 Luisa Peluffo (Narrativa)
1999-00 Dalmiro Sáenz (Texto breve)
2004-06 Alicia Steimberg (Escritura y
Reescritura)
2007-09 Sandra Russo (Texto Breve)
2010 Narrativa Radial (Guión Radioteatro)
Actual Aída Bortnik, Juan J. Campanella (Guión Cine)

lunes, 19 de julio de 2010

DON MARTÍN

UN VIEJO ESTÁ SOLO Y ESPERA

Graciela Berchesi

Don Martín ronda los setenta años. Tiene el pelo cano y la expresión triste. Está sentado en una mitad del viejo banco de quebracho, debajo de la estructura de hierro del que fuera el farol principal de la estación. De a ratos se levanta y mira hacia un lado y hacia otro, como si esperara ver pasar el tren. Vuelve a su asiento. Se pasa la mano por la cara, apoya la cabeza sobre la palma y el codo en el muslo. Viste un pantalón de trabajo, color gris oscuro, una camisa celeste con el cuello gastado y lleva un chaleco de lana muy usado, tejido a mano, color marrón. Zapatos baratos abotinados con cordones, combinan cuerina y paño de un antiguo azul. A pocos metros, sobre el andén, hay un cartel típico, armado sobre dos soportes de cemento pintados a la cal. El fondo es negro y las letras blancas. Dice “La Oriental”. Don Martín se acerca al cartel y se respalda en uno de los soportes. Se arrima luego al borde del andén y vuelve a mirar hacia ambos lados. Los pastos altos no dejan ver gran cosa. Su gesto es ahora de bronca.

Desde la ventana del boliche, dos puebleros lo están mirando.

-¿Viene todos los días Don Martín? –le pregunta el más joven al mozo cuando se acerca-.

-No –responde el mozo-. Pero no baja de dos o tres días a la semana.

-¿Cuánto tiempo habrá estado Martín de Jefe de Estación acá? –preguntó el que parecía mayor-.

-Unos cuantos años –dijo el mozo-. Cuando lo nombraron tendría cerca de 40 y estuvo hasta que se jubiló, cuando cerró el taller y todo eso. ¿Qué les traigo?

-Traete dos ginebras, como siempre. –dijo el más joven-. ¿Estuvo hasta el final?

-Sí, eso sí. Como nosotros –afirmó el mayor-. Yo también estuve hasta el final. Tu viejo no porque bueno, pobre… Mirá: Don Martín debe haber visto parar al último tren que cargó agua en “La Oriental”.

-Mi viejo se murió a tiempo me parece.

-Pobre Lauro. El fue mi foguista mucho tiempo. Yo era maquinista. Me bajaba, desenroscaba la manguera y la enchufaba a la locomotora. Después abría la canilla grande y durante media hora, ponele cuarenta minutos, la máquina cargaba agua.

-¿Y ese rato pasaban con él? –preguntó el joven-.

-Y sí. Bajábamos con el foguista, a veces era tu viejo, a veces el pelado Gómez, y mientras se hacía la carga íbamos al baño, todo eso, y después ya nos íbamos para la oficina del Jefe.

-¿Y qué hacían? –pregunta el joven-.

-Él era muy amigo con nosotros. Amigo del trabajo, porque él no era de acá, él era de Junín. Cuando íbamos ya tenía la pava puesta en el calentador, el mate preparado, en el invierno una ginebra sabía tener también. Una caña… En fin… Se armaba la ronda y contábamos cosas de los pueblos, cosas que uno veía por ahí… tanto andar…

-¡¿Quién iba a decir?! ¿no? –pensó en voz alta el muchacho.

-Menos que nadie Martín –agregó el otro-. El quería al ferrocarril como a su casa, como a su familia.

Enfrente, en la estación, don Martín abrochaba los botones de su saco de lana. Se preparaba para irse. Tomaba la bicicleta y la hacía rodar a su lado hacia la salida. Al pasar frente a la puerta principal, palpaba la llave grande en el bolsillo derecho de su pantalón. Dejaba la mano quieta allí por un momento mientras el rostro volvía a entristecerse. Miraba el hueco, las hojas de la puerta habían sido arrancadas. Las bisagras estaban rotas y herrumbradas. El acceso a su oficina, también sin puerta, dejaba ver una de las viejas paredes blancas, en la que él podía identificar la mancha marrón oscura que había dejado el uso del calentador.

Cruzó la tranquerita. En el alambre estaba florecida la campanilla. Se detuvo y miró hacia la calle. Desde la vereda de enfrente le hacían señas de atrás de la vidriera del boliche. Cruzó. Lo invitaron a entrar. Aceptó. No tenía apuro. Sólo tenía que esperar y en cualquier lugar era lo mismo.

Alicia, del taller de Sandra Russo

Pescar

Alicia Landaburu

Mientras espero en el pasillo a que me lo traigan, pito y trago hondo el humo de un inusual cigarrillo matinal. El sol saca bruma del pasto helado. Tiemblo. Hace frío. Aparece, allá, al final del pasillo, con una carpeta negra en la mano. Tiro el pucho y lo apago ni bien lo veo acercarse. El penitenciario que lo acompaña me mira:

-¿Quiere que me quede, doctora?

Levanto la mano:

-Todo bien, andá.

Tiré el pucho y lo apagué ni bien lo ví acercarse por el pasillo.

-Cómo te va, soy Alicia de la defensoría- le estiro la mano.

Se limpia en el pantalón, me da la suya y me aprieta. También aprieto. No te tengo miedo. Nos miramos fijo. En la sala de entrevistas no hay nadie. En un costado hay una mesa y un par de sillas.

-Traéte aquella silla- le digo y me adelanto para agarrar la que queda más cerca de la salida.

-Doctora, pensé que ya no venía, traje cosas para mostrarle –dice.

Le miro las manos, el pelo largo y enrulado, mojado y tirante, disciplinado en una cola de caballo.

-Primero, quiero que anote el número de mi mamá –dice.

Me dicta, anoto.

-Ah, y otra cosa, doctora.

-Pará, primero escucháme vos a mí.

-La escucho.

-Ya hay fecha.

-¿Anotó bien?

-Si me dictaste bien, sí. Nos notificaron antes de ayer, en un mes es el juicio.

-¿A usted le molestaría llamarla? No me queda crédito en la tarjeta de teléfono.

Baja la mirada, se entrelaza los dedos de las manos y espera. Meto la mano en el bolsillo de la mochila y revuelvo. Saco una tarjeta envuelta en celofán.

-No me meto en cuestiones familiares. Llamála vos.

Apoyo la tarjeta sobre la mesa y la deslizo hacia él, pero no me mira. ----¿Alejandro?

Sin contestarme, abre la carpeta y busca entre papeles que despiden olor a cigarrillo mezclado con algo que no distingo. Saca uno amarillo, doblado muchas veces. Me lo extiende.

-Si no le molesta, me gustaría que la llamara usted.

-Pero qué le voy a decir.

-Léale eso, de mi parte. Dígale que lo escribí especialmente para ella.

-¿No te parece mejor leérselo vos?

-Ayer me dieron la nota de lengua. Aprobé.

Lo miro en silencio. Guardo el papel amarillo en una solapa de mi carpeta. Saco su legajo.

-¿Y el resto?

-El resto no importa.

-¿No?

-No. El resto es para los que van a salir, tener trabajo, hijos.

-¿Y lengua?

-Lengua es para escribir.

-Arremangáte, y sacá las otras materias también. A los jueces les va a causar buena impresión.

-Yo sería escritor. Me sentaría en un bar, pediría un café con leche, y me la pasaría escribiendo. Y mirando por la ventana, tranquilo.

-Che, tenemos un montón de cosas que definir ¿No te interesa el juicio?

Destapo la birome y saco unas hojas en blanco.

-¿Y qué pasa si no llego? –dice.

-¿Cómo si no llego?

Abro el legajo, apuro las hojas hasta un informe de la división Asistencia Social. Tres intentos. 1998, 2004 y 2008. Sin querer, arqueo las cejas.

-No podés no llegar, Alejandro –digo.

Lo miro a los ojos. Un instante después baja la mirada. Da igual si lo reto, o si intento preparar su declaración. Da igual si permanezco indiferente mientras completo la ficha que luego va a chequear mi jefa.

Cierro el legajo, tapo la birome y aparto las hojas en blanco. Le pregunto cómo es su mamá.

-Es bajita, tiene el pelo enrulado igual que yo, hace tortas. Yo hacía carteles sobre recortes de chapa. ”Tortas de 15, de bautismo y de casamiento. Encargos a Cristina”. Los pintaba con un pincelito, copiando las palabras de un papel que me había escrito la vecina. Ni yo ni mi mamá sabíamos leer. Ahora yo sé. Salía a atarlos con unos alambritos por los postes del barrio, en Resistencia, donde vive mi mamá.

Me cuenta también que le gusta el río, que cuando era chico pescaba lindo. Que eso es lo que más extraña de Resistencia.

Conversamos un largo rato hasta que el penitenciario se asoma con cara de preocupación. Le hago una seña de que ya estoy por terminar. Junto mis cosas. Él, las suyas.

-Quiero que se la lleve, quiero que la tenga –me dice alcanzándome la carpeta.

La agarro, y le estiro la otra mano mientras asiento en silencio. Nos despedimos y nos vamos en sentidos distintos del mismo pasillo. No sé si se da vuelta. Yo no lo hago y sigo caminando. Está nublado. La camioneta que me trajo me está esperando. Me subo. Arrancamos.

Abro la carpeta negra, y ojeo. Hay cartas a su mamá. Y hay un diario escrito en hojas sueltas. La presión de la birome al escribir marcó las hojas. Quedaron rugosas, ajadas. Algunas palabras están repasadas, y sobre su trazo hay surcos imperceptibles a la vista que, sin embargo, atraviesan el papel.

Sobre el parabrisas caen gotas de lluvia. Chocan y se deslizan, apuradas por el viento. El camino es de tierra, la camioneta acelera hasta subir a la ruta.

Sentí varias veces las ganas de preguntarle a Alejandro si no le gustaría volver a Resistencia, enseñarle a leer a su vieja, volver a pescar. Pero está bien así. Imagino las manos de Cristina, tal vez arrugadas, tal vez grandes y con olor a esencia de vainilla, que un día cuando Alejandro ya no esté, pasarán sobre estos papeles sintiendo bajo sus yemas el misterio de la rotunda manifestación de la existencia de su hijo.

Cierro la carpeta, y apoyo la cabeza contra la ventanilla. Miro los lotes sembrados y los animales. Es probable que cuando lleguemos a Buenos Aires me haya quedado dormida.

***