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lunes, 29 de octubre de 2007

MIGAS EN EL PISO



Era una reunión pequeña pero relevante. Participaban los encargados de tres conventillos del mismo barrio. La importancia radicaba en un hecho reciente, que interesaba a los tres: la presencia de cierto pájaro en una de las casas y en cómo había influído ésto en su propio ánimo y en el de los inquilinos.

El gallego Don Cosme había convocado la noche anterior para la junta, que se llevó a cabo en un cuarto deshabitado del tugurio que él regenteaba. Angosto y húmedo, su moblaje se reducía a una cama doble destartalada, y un cajón de los que se usan para embalar manzanas, que servía de mesa de luz. Una lamparita colgada, enroscada en un portalámparas de obra, iluminaba el ambiente. El dueño de casa acercó sillas cuando sus invitados llegaron, a eso de las siete de la tarde.

Había ginebra, cubana y fernet. Al principio apenas si tomaron. Rato después, cuando entraron en confianza, hubo copiosas libaciones por parte de los tres. Para las nueve de la noche, se había cumplido ya el ritual de hablar de fútbol, carreras y quinielas y el ánimo general estaba imbuido de vapores etílicos.

Don Lázaro, que administraba un inquilinato en la manzana de enfrente, sacó el tema. Dijo que después de lo de ayer, nunca más alojaría en su casa a parejas con chicos.

-Puede parecer muy terminante -dijo - pero a mí no me van a joder.

Juan Carlos, el más joven, intentó explicar los hechos ya que la situación de mentas había ocurrido en sus dominios.

-La mujer, pobre... –contó - hizo lo que había que hacer... Se le lastimó la piba y salió volando. Corrió las cuatro cuadras que hay de casa a la salita.

Agregó que Susana, su esposa, se había quedado a cuidar al otro nene, mientras la madre llevaba a la chica al dispensario.

Después escuchó a Don Cosme, a quien admiraba. En virtud de la ginebra consumida, el gallego se largó con que en su niñez había oído decir que si un pájaro oscuro sobrevolaba la casa, alguna desgracia vendría antes del mes.

Animado por las palabras de aquel hombre a quien su padre tanto había estimado, Juan Carlos agregó que una tardecita, hace más de veinte días, la alemana que está con el hijo en la piecita de arriba, había visto un pajarraco verdoso revolotear por el patio. Parecido a un loro, había dicho, pero no tan grande. Y más oscuro.

-Mi mujer me dijo que la mayor de las tres solteras que están en la habitación del fondo le dijo que menos mal que no había migas en el piso... Parece que si baja a comer del piso de la casa, el daño es peor.

-Y cómo sabe que no había migas en el piso? –se incorporó Don Lázaro que, aún bebido, se resistía a un planteo tan fantástico - acá los culpables no son los pájaros, viejo...

-Ah, no sé... –claudicó el joven. Lo que me parece que después de todo, no es para tanto...

-¿Te parece que no es para tanto? ¿Qué le falta? A ustedes, los jóvenes, no les importa nada... Acaso no sabés que cuando la mujer volvió de la salita vio por la ventana del frente al marido con la chica que vive sola…?

-Bueno, Lázaro –dijo Juan Carlos - ¿y qué tiene de malo que esté en otra pieza?

- Lo vio, ¿no entendés? Lo vió con sus propios ojos en la pieza de la otra. Ella con la piba alzada, recién cosida... Se hizo un tajo que mama mía la nena, chabón. Cuando el tipo volvió, lo echó a la mierda.

- Don Lázaro tiene razón... –reprendió Don Cosme audaz. Pero permita que le diga, Lázaro, que las historias de pájaros son terribles... De joven vivía yo en una casa como las nuestras, verán ustedes... y había una familia húngara que tenía un cuervo amaestrado. Todos le tenían desconfianza, por aquello de “cría cuervos”, ¿no? Pero los húngaros lo querían al cuervo, lo trataban como si fuera un perro. En el verano se sentaba la familia a tomar algo en el patio y ahí estaba el pajarón ese...No va a creer que le tironeaba el pelo a las niñas, para que le den pan o lo que sea que estuvieran comiendo. Y si no le daban bola, era capaz de hundir el pico en las tazas o en las copas para llamar la atención. Eso lo ví yo, eh! No me lo contaron, eh. Pero un día picó en la cara a una señora y no sabe la que se armó. La tipa gritaba, le salía un montón de sangre. El húngaro quería agarrar el cuervo y de los nervios no podía. El pajarraco revoloteaba por todo el patio. Al final se metió en la pieza de un tano que primero se asustó y después le pegó tal escobazo que no quedó nada. El plumerío voló... El húngaro casi mata al vecino culpa del cuervo de mierda. Por meses no se hablaron con el tano.

Al poco tiempo el hijo del húngaro se enfermó. Tuvieron que cortarle la pierna. El pobre hombre húngaro por los rincones..Empezó a tomar. Todo mal. Después de eso, casi enseguida, se fueron.

Don Cosme exageraba un poco. Le daban cierta satisfacción los problemas de sus colegas. Sobre todo los del muchacho, que era tan engreído... Se creía que se las sabía a todas

-Bueno, está bien... No digo que no haya pasado nada, - se corrigió Juan Carlos - lo que me parece es que no da para hablar de desgracia... O de no alquilarle a gente con chicos... ¿Qué tiene que ver? Eso digo...

Don Lázaro retomó el tema central:

-Lo importante fue –dijo- que en vez de entrar en su pieza, como no sabía nada de lo que estaba pasando, el tipo entró a la zapie de la Margarita, como hace siempre...

-¿Cómo “como hace siempre”? –interrumpió, brusco, Juan Carlos - a usted quién le dijo que lo hace siempre? Usted los vio, acaso?

-Cómo quién me dijo? Todo el barrio lo sabe. Me parece que el único que no lo sabe sos vos, pibe... –apretó Don Lázaro. -Además tu señora también lo sabe... ¿qué raro que no te lo dijo...?

-No sé... – dijo confundido Juan Carlos -y usted ¿qué dice? Que mi señora sabe... Cómo sabe usted que...

Todos habían bebido. El tono de Don Lázaro se volvió incisivo y hasta molesto. Don Cosme se retiró un poco, fingiendo preocupación por una supuesta falta de bebidas pero, en realidad, quiso quedar afuera de la conversación. Los otros siguieron:

-La Margarita es una buena chica - defendió Juan Carlos con un ruego en la voz – nunca le conocí ningún gavilán.

-Yo no digo que no sea buena... –replicó irónico Don Lázaro, -pero

habría que ver para qué... –se rió–. Yo no pondría las manos en el fuego... Una muchacha grande, que no se cocina al primer hervor.

-Usted qué sabe... –desafió el más joven - tiene treinta y seis años... Digalé, Don Cosme... Usted la conoce a la Marga... ¿O no, Don Cosme?

El gallego estaba parado bajo el dintel de la puerta, como si temiera que la tierra fuera a temblar. Miraba para afuera. Algo oscuro se cernía sobre el cuartucho, que no podía descifrar. Nada dijo. Reconstruyó mentalmente una imagen vista muchas veces, sobre todo en noches de verano, cuando sacaba la silla a la puerta, esperando que refresque para ir a dormir. La Margarita saliendo del conventillo, tan arreglada. El remisero que la esperaba para llevarla a trabajar. El mismo que la traía, a la hora que se lavan las veredas. “Trabaja en la radio”, ventilaban las chusmas. “Nunca la escuchamos porque no está en el micrófono. Hace el horario nocturno porque es la única que no tiene problemas. Como es soltera...”

A Don Cosme, las últimas palabras de Don Lázaro le habían revelado algo interesante; por su parte Don Lázaro, creía haber conseguido lo que más deseaba: enfrentar a Juan Carlos con la verdadera Margarita. El placer que ahora sentía también reconocía raíces en la bronca que el hombre más joven le despertaba.

Juan Carlos abandonó la reunión y se dirigió a su feudo. Las palabras de los dos viejos -sobre todo las de Don Lázaro- martillaban en su cabeza. Ellos, por su parte, ya no se ocupaban de él: se escuchaba que cantaban y reían estúpidamente, mérito del alcohol. Quizá también de algo parecido a la sensación de cerrar un caso, o del deber cumplido.

La idea de que Margarita recibiera a otros hombres en su pieza lo había trastornado. Le alivió recordar a su padre decir -como muchos en el barrio- que Don Lázaro era un mal bicho y que vivía del chusmerío. Aunque también decían que se sabía vida y milagros de todo el vecindario. Encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

Eran las diez de la noche cuando golpeó la puerta de la pieza del frente. Reconociendo el código, Margarita abrió, a pesar de que la hora no era habitual. Cuando él entró, lo vio mal. Dijo:

-Otra vez Susana?

-Qué Susana... –descartó él de mala manera. -Decime, Marga: el tipo de la pieza grande, ¿anda con vos?

Sorprendida, ella intentó dilatar la respuesta con una pregunta que sonó a burla:

-Qué tipo de la pieza grande?

-El tipo que se le accidentó la nena... –insistió Juan Carlos. -Galván. ¿Anda con vos Galván?

-Y qué si anda? –desafió ella. -¿Vamos a jugar a los celos a esta hora?

-Pero entonces, ¿es cierto que el lío fue porque él estaba con vos? -preguntaba lo que era evidente y eso le descomponía la expresión.

-Yo qué sé... A mí qué me importa -dijo Margarita con desparpajo.

-¿A vos no te importa? ¿Cómo que no te importa? ¿Quién te creés que soy yo, grandísima puta?!

Seguramente fue el alcohol lo que contribuyó a que levantara la voz sin recordar donde estaba.

Entonces ella se transformó. Cobró más ánimo y retrucó:

-No sabía que fueras un santo... ¿Por qué en vez de insultarme a mí no te fijás en lo que hace la “virgen María” que tenés en tu casa?

-Qué tenés que decir de mi mujer? –gritó Juan Carlos, fuera de sí.

-No me hagas hablar, ¿querés...?, -dijo ella demorando ahora las cosas, por miedo a la reacción de él.

-Ahora me vas a decir todo, hija de puta... Porque te voy a matar! –mientras lo decía la tomó del cabello y el tirón la llevó a mirar el techo. – ¿Qué es lo que sabés vos? Hablá, pedazo de mierda... hablá!

Margarita temblaba. No sabía cómo habían llegado a este punto pero el resentimiento brotó de su boca como un vómito:

-Todo el vecindario la ve con el viejo, con Don Lázaro, que se hace el padre... Se encuentran en la plaza y se van... Y vos me venís a hacer una escena a mí? ¿Yo te tengo que explicar...? ¿Qué te tengo que explicar yo? Yo soy una profesional, idiota. Ridículo! Soltame, imbécil! Soltame te digo, carajo!

Forcejearon. Él la tiró al piso y ella dio contra el filo de la mesa de luz, que la hirió en la sien. Sintió el calor de la sangre rodando por la mejilla. Lo vió venírsele encima y, como una autómata, comenzó a vivir la escena que muchas veces temió protagonizar, aunque jamás con este partenaire. Abrió el cajón de abajo, sacó el arma, miró a la cara y disparó. Dos veces. Como siempre le machacaba Cacho cuando la llevaba y la traía.

Fue el mismo Cacho quien habló con la Policía rato después:

-Mario Alberto Ibarreta es mi nombre. O “Alias Cacho”, como me dicen ustedes.

-A ver…¿“Ocupación fiolo”? No, no ponga así, sargento... Nada que ver... Yo soy chofer de remis. Justo llegaba a buscarla y ví todo. La señorita mató en defensa propia.

La Policía tomó declaración a los inquilinos de la casa. La alemana que vive con el hijo en la piecita de arriba, no mencionó que había visto revolotear un pajarraco tres semanas antes. A la mayor de las solteras de la pieza del fondo, en cambio, le pareció importante. Le dijo al oficial que había un pájaro de mal agüero dando vueltas. En su declaración quiso que agregaran que nunca se sabe, que a lo mejor en una de esas, había picado alguna miga del patio.

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