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lunes, 8 de octubre de 2007


Ni el signo político ni la clase social, ni los enfrentamientos propios de cualquier comunidad, explican por sí solos la enloquecida reacción de quienes en la década del setenta sancionaron con tortura y vejación -en la mayoría de los casos seguida de muerte- las actividades políticas de miles de jóvenes de ambos sexos, pertenecientes a distintas clases sociales, credos y filiaciones, entusiasmados por cambiar el mundo y que fueran invitados a tomar las armas para lograrlo.

Sostengo que las mismas personas que convocaron a estos jóvenes a integrarse a grupos armados con fines poco explícitos, son las que poco después los condenaron a la peor de las muertes.

El orden emocional humano se apoya sobre tres pilares susceptibles de desequilibrarse: el miedo, la ira y la tristeza. Cabe preguntarse sobre la tonalidad perversa del miedo que animaba a estas personas… ¿Cuáles eran las amenazas que sentían cernirse sobre ellos, y que personificaron en sus seguidores? ¿Qué desató su ira? ¿Qué cosa de los jóvenes los enojaba tanto como para compartir la idea de aniquilarlos? ¿Por qué, en tantos casos, se apropiaron de sus hijos recién nacidos, o sea, del fruto visible de su sexualidad? ¿Cuál era el tamaño de su sentimiento de impunidad como para impedirles comprender las consecuencias de lo que estaban haciendo?

De existir, las respuestas a estos interrogantes caerían sobre la sociedad argentina como tardío bálsamo.



SIN GLORIA

Durante el día miles de transeúntes se dieron cita para devorar las pizarras de los principales diarios. A juzgar por las marcas de las ligaduras que presenta su cuerpo -se leía- el joven fue amarrado a ese camastro bastante antes de morir. Seguía diciendo que era dable pensar que había sido torturado y que habría revelado los datos que poseía, motivo principal de su secuestro y posterior asesinato. El vespertino más importante denunciaba que había sido aguijoneado con picana eléctrica en todo el cuerpo, especialmente en las zonas más sensibles.

Esa misma tarde, a la caída del sol, hubo una reunión de “Patria Revolucionaria”, en la zona sur de la ciudad. Era tal la agitación que el jefe, cuyo nombre de guerra era Santiago, se veía obligado a levantar la voz a cada momento para conseguir que los miembros presentes –hombres y mujeres jóvenes- hicieran silencio para escucharlo y escucharse mutuamente.

La razón principal del encuentro era la elaboración de una estrategia para lo inmediato. Resultó olvidada ante la presencia de la mujer de Rolando, el muerto. A todos golpeó la comprobación de su adelantada preñez. Una vez más, una mujer militante se había embarazado, agregando riesgos a los que implicaba operar en la clandestinidad. Pocos podían arrojar la primera piedra en el tema y, además, no era momento para observaciones críticas.

Ella, por su parte, olvidó su condición de combatiente y todo lo que había aprendido y se largó a llorar a gritos. Desconsolada, miró a cada uno a la cara y los insultó. Los llamó “cobardes”, “hijos de puta” y “traidores”. Los acusó de haberlo dejado solo y, peor aún, de haberle pasado información que él, con su nivel de entrenamiento, no tenía capacidad para reservar.

A pesar de que la acusación era grave, casi todos los presentes –incluida ella- sabían que sus palabras respondían a la desesperación. Más aún, a veinticuatro horas de aparecido el cuerpo, Santiago ya sabía que la causa de la muerte de Rolando no era precisamente el desamparo por parte de ellos. Era prematuro hablar de traición, pero había investigado un par de “puntas” y comenzaba a sospechar de un giro extraño en la conducción de las filas propias. No entendía. No podía hablar.

Se cansaron de recordarle que la lucha era la vida de Rolando. Las mujeres se cansaron de intentar abrazarla, los hombres de hablarle, y hasta gritarle, que la muerte del muchacho tenía sentido, que su hombre había sido un guerrero. Todo fue inútil. Ella alargó el silencio, se cerró al consuelo, negó sus ojos a las miradas que querían sostenerla y cayó en una especie de ausencia, resultado del dolor insoportable. Sonó el Radio Llamada de Santiago: al volver la espalda para ir hacia el teléfono, notó que “El Pálido” se acercaba a la joven para abrazarla y besarla.

“El Pálido” era el mejor amigo de Rolando. Militaba, como él, en “Patria…” desde hacía dos años y medio. Habían cursado juntos el final de la secundaria. Estaban en la puerta del colegio el día que Antonio, enviado por el Capitán Amado, se les acercó a conversar por primera vez. Ya en esa charla quedó claro que nunca conocerían al Capitán. Antonio era uno de sus mejores hombres, quizá de los más fieles y, sin duda, de los que más lo admiraban. Amado y Antonio eran militares en actividad y transitaban la segunda juventud. Conducían un grupo armado –cada vez mejor organizado- que reclutaba jóvenes civiles de entre los mejores promedios de cuarto y quinto año de los colegios importantes. Los preparaban para enfrentar a grupos neofascistas que crecían en la sociedad civil a partir del aire que recibían de un conjunto de coroneles retirados que se autotitulaban “Propia Tropa”.

Eliminado Rolando, la vida de “El Pálido” valía poco. El abrazo y el beso de él la llevaron a apoyar la cabeza en su pecho y romper de nuevo en llanto. Él la condujo suavemente hacia la puerta, como si se dispusiera a acompañarla. No dijo una palabra sobre la muerte de su compañero. Cerca de la salida, mirando para la calle, le habló de una reunión. La invitaba a concurrir sobre todo por algo que había dicho Antonio, respecto a que podría llegar a asistir el Capitán. Estaba prevista para el día siguiente, a las tres de la tarde, en el departamentito que alquilaba Antonio en los suburbios. Ella volvió la mirada hacia adentro de la casona como preguntándose algo pero él, con un gesto apenas notorio, volvió a dirigirla hacia fuera.

-Antonio te quiere explicar lo que pasó –le dijo.

En un instante ella recordó los últimos meses. Los momentos en que su compañero le hablaba del futuro y de la Organización. Su hijo crecería en un mundo distinto, al que ellos habían contribuido tomando las armas.

Por supuesto que iba a ir. Tenía que ir. Rolando, en su situación, no hubiera dudado. Además, si podía conocer al jefe era porque su muerte la había colocado en mejor posición. Entre la gente común, en cambio, ella no era nadie. Para reconocer el cuerpo habían llamado a los familiares. ¿Qué sabían de Rolando su madre y su hermana? De sus ideales, de sus propósitos… ¿Qué sabían? Ni siquiera sabían de las jornadas de entrenamiento. No sabían nada.

Le pareció extraño que no se tomaran los recaudos de llamada y contra llamada, como para cualquier reunión, pero no lo consultó con Santiago porque “El Pálido” le dijo que fuera, que ya estaba todo hablado. Que la cosa era con ella y que se trataba de una explicación.

-El tipo es humano, flaca… algo te tiene que decir. Para ellos vos sos la viuda. En el fondo son milicos. Formales, viste?

Cuando escuchó esa palabra volvió a recordar. Ellos no habían querido casarse porque coincidían en que el matrimonio reducía la libertad. Más adelante se casarían ante las leyes revolucionarias. Recordó a su madre, viuda. A su padre, que días antes de morir le regaló el retrato que Perón le había dedicado en el año ´51. Ser llamada “viuda” ridiculizaba su dolor y convertía en grotesca la muerte de Rolando.

Un rato antes de salir de su casa hacia la reunión sonó el teléfono, pero no lo atendió. La situación en que se encontraba daba sólo para usar el Radio Llamada de la Organización. Seguramente, en adelante se esperaría de ella una conducta mucho más reservada. A lo mejor la promovían a “líder de pequeño grupo”, que era donde estaba por ascender su compañero muerto.


La puerta estaba abierta, la cerradura violada. La mujer entró, llorando. Hasta hacía pocos días aquí había vivido su hija con Rolando. Una vez, por teléfono, le contó que lo adoraba. Nunca había podido visitarlos, pero reconocía el lugar, como un rato antes había reconocido el cuerpo de Silvia.

Lloraba por ella. Lloraba también por el embarazo cercano al término. Cripta helada donde su nieto, contando con el espacio, no había hallado el tiempo. Lloraba por tantos jóvenes que todavía creían. Soñadores de la libertad, confiando en estos asesinos, hijos de mil putas, que se aprovechaban de su romanticismo. Convocados a una lucha despareja en la que sus propios jefes –ahora lo sabía- los condenaban a morir sin gloria. Desaparecidos…

Todo estaba revuelto. Había pasado apenas una semana y ya alguien había venido y se había llevado cosas. El televisor dejó abandonada su mesa. Cables por el suelo, dos parlantes con la tela rota a navajazos. El lugar de la heladera era un cuadrado de pelusas sobre las baldosas de la cocina. Estanterías en el piso, pequeños adornos rotos, cajones vaciados sobre la cama, libros tirados.

El cable del teléfono estaba cortado. Sacó el cassete del contestador y lo guardó en su cartera. Por si las voces de ellos estuvieran grabadas. Un recuerdo. A lo mejor, el único.

Salió como había entrado: loca de dolor. La calle intentó tapar su pena con lo más común de la vida. La continuidad hueca de hacer la fila, subir y bajar del colectivo, parar el taxi. En ninguna de esas circunstancias tenía cabida su drama. De todos los que veía, nadie había tenido que reconocer hoy el cuerpo de una hija, muerta en una operación de guerra que ni siquiera saldría en los diarios.

Varias veces en el trayecto creyó que la seguían. Llegó aterrorizada. Entrar y poner el cassete en el grabador fue todo uno. El último mensaje no había sido escuchado. Contando con los datos que le dieron en la morgue, dedujo que había sido grabado unas cuatro o cinco horas antes de la muerte de Silvia. Era la voz de un muchacho, al que no conocía. Sonaba afectuoso, nervioso, conmovido también:

-Flaca, soy Santiago. Malas noticias, negra… Te tenés que ir. Creo que nos equivocamos. Algo pasa con el Capitán, que no entiendo. Antonio no me quiso atender por teléfono. Me olió mal cuando me llamó “El Pálido” para decirme que anticipabas tu internación. Tampoco sé por qué tenés pinchado el Radio. Andate. Es mi orden. “Las chicas” tienen tu disfraz y pasajes. Te esperan en equis cuatro, hoy a las cinco y media de la tarde. Sé puntual. Vas a Río y de ahí a París. Te queremos, flaca. Cuidá tu pibe. A partir de ahora, el sueño será volver a luchar juntos.

Graciela Berchesi

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