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lunes, 29 de octubre de 2007

MIGAS EN EL PISO



Era una reunión pequeña pero relevante. Participaban los encargados de tres conventillos del mismo barrio. La importancia radicaba en un hecho reciente, que interesaba a los tres: la presencia de cierto pájaro en una de las casas y en cómo había influído ésto en su propio ánimo y en el de los inquilinos.

El gallego Don Cosme había convocado la noche anterior para la junta, que se llevó a cabo en un cuarto deshabitado del tugurio que él regenteaba. Angosto y húmedo, su moblaje se reducía a una cama doble destartalada, y un cajón de los que se usan para embalar manzanas, que servía de mesa de luz. Una lamparita colgada, enroscada en un portalámparas de obra, iluminaba el ambiente. El dueño de casa acercó sillas cuando sus invitados llegaron, a eso de las siete de la tarde.

Había ginebra, cubana y fernet. Al principio apenas si tomaron. Rato después, cuando entraron en confianza, hubo copiosas libaciones por parte de los tres. Para las nueve de la noche, se había cumplido ya el ritual de hablar de fútbol, carreras y quinielas y el ánimo general estaba imbuido de vapores etílicos.

Don Lázaro, que administraba un inquilinato en la manzana de enfrente, sacó el tema. Dijo que después de lo de ayer, nunca más alojaría en su casa a parejas con chicos.

-Puede parecer muy terminante -dijo - pero a mí no me van a joder.

Juan Carlos, el más joven, intentó explicar los hechos ya que la situación de mentas había ocurrido en sus dominios.

-La mujer, pobre... –contó - hizo lo que había que hacer... Se le lastimó la piba y salió volando. Corrió las cuatro cuadras que hay de casa a la salita.

Agregó que Susana, su esposa, se había quedado a cuidar al otro nene, mientras la madre llevaba a la chica al dispensario.

Después escuchó a Don Cosme, a quien admiraba. En virtud de la ginebra consumida, el gallego se largó con que en su niñez había oído decir que si un pájaro oscuro sobrevolaba la casa, alguna desgracia vendría antes del mes.

Animado por las palabras de aquel hombre a quien su padre tanto había estimado, Juan Carlos agregó que una tardecita, hace más de veinte días, la alemana que está con el hijo en la piecita de arriba, había visto un pajarraco verdoso revolotear por el patio. Parecido a un loro, había dicho, pero no tan grande. Y más oscuro.

-Mi mujer me dijo que la mayor de las tres solteras que están en la habitación del fondo le dijo que menos mal que no había migas en el piso... Parece que si baja a comer del piso de la casa, el daño es peor.

-Y cómo sabe que no había migas en el piso? –se incorporó Don Lázaro que, aún bebido, se resistía a un planteo tan fantástico - acá los culpables no son los pájaros, viejo...

-Ah, no sé... –claudicó el joven. Lo que me parece que después de todo, no es para tanto...

-¿Te parece que no es para tanto? ¿Qué le falta? A ustedes, los jóvenes, no les importa nada... Acaso no sabés que cuando la mujer volvió de la salita vio por la ventana del frente al marido con la chica que vive sola…?

-Bueno, Lázaro –dijo Juan Carlos - ¿y qué tiene de malo que esté en otra pieza?

- Lo vio, ¿no entendés? Lo vió con sus propios ojos en la pieza de la otra. Ella con la piba alzada, recién cosida... Se hizo un tajo que mama mía la nena, chabón. Cuando el tipo volvió, lo echó a la mierda.

- Don Lázaro tiene razón... –reprendió Don Cosme audaz. Pero permita que le diga, Lázaro, que las historias de pájaros son terribles... De joven vivía yo en una casa como las nuestras, verán ustedes... y había una familia húngara que tenía un cuervo amaestrado. Todos le tenían desconfianza, por aquello de “cría cuervos”, ¿no? Pero los húngaros lo querían al cuervo, lo trataban como si fuera un perro. En el verano se sentaba la familia a tomar algo en el patio y ahí estaba el pajarón ese...No va a creer que le tironeaba el pelo a las niñas, para que le den pan o lo que sea que estuvieran comiendo. Y si no le daban bola, era capaz de hundir el pico en las tazas o en las copas para llamar la atención. Eso lo ví yo, eh! No me lo contaron, eh. Pero un día picó en la cara a una señora y no sabe la que se armó. La tipa gritaba, le salía un montón de sangre. El húngaro quería agarrar el cuervo y de los nervios no podía. El pajarraco revoloteaba por todo el patio. Al final se metió en la pieza de un tano que primero se asustó y después le pegó tal escobazo que no quedó nada. El plumerío voló... El húngaro casi mata al vecino culpa del cuervo de mierda. Por meses no se hablaron con el tano.

Al poco tiempo el hijo del húngaro se enfermó. Tuvieron que cortarle la pierna. El pobre hombre húngaro por los rincones..Empezó a tomar. Todo mal. Después de eso, casi enseguida, se fueron.

Don Cosme exageraba un poco. Le daban cierta satisfacción los problemas de sus colegas. Sobre todo los del muchacho, que era tan engreído... Se creía que se las sabía a todas

-Bueno, está bien... No digo que no haya pasado nada, - se corrigió Juan Carlos - lo que me parece es que no da para hablar de desgracia... O de no alquilarle a gente con chicos... ¿Qué tiene que ver? Eso digo...

Don Lázaro retomó el tema central:

-Lo importante fue –dijo- que en vez de entrar en su pieza, como no sabía nada de lo que estaba pasando, el tipo entró a la zapie de la Margarita, como hace siempre...

-¿Cómo “como hace siempre”? –interrumpió, brusco, Juan Carlos - a usted quién le dijo que lo hace siempre? Usted los vio, acaso?

-Cómo quién me dijo? Todo el barrio lo sabe. Me parece que el único que no lo sabe sos vos, pibe... –apretó Don Lázaro. -Además tu señora también lo sabe... ¿qué raro que no te lo dijo...?

-No sé... – dijo confundido Juan Carlos -y usted ¿qué dice? Que mi señora sabe... Cómo sabe usted que...

Todos habían bebido. El tono de Don Lázaro se volvió incisivo y hasta molesto. Don Cosme se retiró un poco, fingiendo preocupación por una supuesta falta de bebidas pero, en realidad, quiso quedar afuera de la conversación. Los otros siguieron:

-La Margarita es una buena chica - defendió Juan Carlos con un ruego en la voz – nunca le conocí ningún gavilán.

-Yo no digo que no sea buena... –replicó irónico Don Lázaro, -pero

habría que ver para qué... –se rió–. Yo no pondría las manos en el fuego... Una muchacha grande, que no se cocina al primer hervor.

-Usted qué sabe... –desafió el más joven - tiene treinta y seis años... Digalé, Don Cosme... Usted la conoce a la Marga... ¿O no, Don Cosme?

El gallego estaba parado bajo el dintel de la puerta, como si temiera que la tierra fuera a temblar. Miraba para afuera. Algo oscuro se cernía sobre el cuartucho, que no podía descifrar. Nada dijo. Reconstruyó mentalmente una imagen vista muchas veces, sobre todo en noches de verano, cuando sacaba la silla a la puerta, esperando que refresque para ir a dormir. La Margarita saliendo del conventillo, tan arreglada. El remisero que la esperaba para llevarla a trabajar. El mismo que la traía, a la hora que se lavan las veredas. “Trabaja en la radio”, ventilaban las chusmas. “Nunca la escuchamos porque no está en el micrófono. Hace el horario nocturno porque es la única que no tiene problemas. Como es soltera...”

A Don Cosme, las últimas palabras de Don Lázaro le habían revelado algo interesante; por su parte Don Lázaro, creía haber conseguido lo que más deseaba: enfrentar a Juan Carlos con la verdadera Margarita. El placer que ahora sentía también reconocía raíces en la bronca que el hombre más joven le despertaba.

Juan Carlos abandonó la reunión y se dirigió a su feudo. Las palabras de los dos viejos -sobre todo las de Don Lázaro- martillaban en su cabeza. Ellos, por su parte, ya no se ocupaban de él: se escuchaba que cantaban y reían estúpidamente, mérito del alcohol. Quizá también de algo parecido a la sensación de cerrar un caso, o del deber cumplido.

La idea de que Margarita recibiera a otros hombres en su pieza lo había trastornado. Le alivió recordar a su padre decir -como muchos en el barrio- que Don Lázaro era un mal bicho y que vivía del chusmerío. Aunque también decían que se sabía vida y milagros de todo el vecindario. Encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

Eran las diez de la noche cuando golpeó la puerta de la pieza del frente. Reconociendo el código, Margarita abrió, a pesar de que la hora no era habitual. Cuando él entró, lo vio mal. Dijo:

-Otra vez Susana?

-Qué Susana... –descartó él de mala manera. -Decime, Marga: el tipo de la pieza grande, ¿anda con vos?

Sorprendida, ella intentó dilatar la respuesta con una pregunta que sonó a burla:

-Qué tipo de la pieza grande?

-El tipo que se le accidentó la nena... –insistió Juan Carlos. -Galván. ¿Anda con vos Galván?

-Y qué si anda? –desafió ella. -¿Vamos a jugar a los celos a esta hora?

-Pero entonces, ¿es cierto que el lío fue porque él estaba con vos? -preguntaba lo que era evidente y eso le descomponía la expresión.

-Yo qué sé... A mí qué me importa -dijo Margarita con desparpajo.

-¿A vos no te importa? ¿Cómo que no te importa? ¿Quién te creés que soy yo, grandísima puta?!

Seguramente fue el alcohol lo que contribuyó a que levantara la voz sin recordar donde estaba.

Entonces ella se transformó. Cobró más ánimo y retrucó:

-No sabía que fueras un santo... ¿Por qué en vez de insultarme a mí no te fijás en lo que hace la “virgen María” que tenés en tu casa?

-Qué tenés que decir de mi mujer? –gritó Juan Carlos, fuera de sí.

-No me hagas hablar, ¿querés...?, -dijo ella demorando ahora las cosas, por miedo a la reacción de él.

-Ahora me vas a decir todo, hija de puta... Porque te voy a matar! –mientras lo decía la tomó del cabello y el tirón la llevó a mirar el techo. – ¿Qué es lo que sabés vos? Hablá, pedazo de mierda... hablá!

Margarita temblaba. No sabía cómo habían llegado a este punto pero el resentimiento brotó de su boca como un vómito:

-Todo el vecindario la ve con el viejo, con Don Lázaro, que se hace el padre... Se encuentran en la plaza y se van... Y vos me venís a hacer una escena a mí? ¿Yo te tengo que explicar...? ¿Qué te tengo que explicar yo? Yo soy una profesional, idiota. Ridículo! Soltame, imbécil! Soltame te digo, carajo!

Forcejearon. Él la tiró al piso y ella dio contra el filo de la mesa de luz, que la hirió en la sien. Sintió el calor de la sangre rodando por la mejilla. Lo vió venírsele encima y, como una autómata, comenzó a vivir la escena que muchas veces temió protagonizar, aunque jamás con este partenaire. Abrió el cajón de abajo, sacó el arma, miró a la cara y disparó. Dos veces. Como siempre le machacaba Cacho cuando la llevaba y la traía.

Fue el mismo Cacho quien habló con la Policía rato después:

-Mario Alberto Ibarreta es mi nombre. O “Alias Cacho”, como me dicen ustedes.

-A ver…¿“Ocupación fiolo”? No, no ponga así, sargento... Nada que ver... Yo soy chofer de remis. Justo llegaba a buscarla y ví todo. La señorita mató en defensa propia.

La Policía tomó declaración a los inquilinos de la casa. La alemana que vive con el hijo en la piecita de arriba, no mencionó que había visto revolotear un pajarraco tres semanas antes. A la mayor de las solteras de la pieza del fondo, en cambio, le pareció importante. Le dijo al oficial que había un pájaro de mal agüero dando vueltas. En su declaración quiso que agregaran que nunca se sabe, que a lo mejor en una de esas, había picado alguna miga del patio.

PLAN DE FUEGO



Se propone hacer asado y parece que improvisa. La verdad es que se preparó, como tantas veces, desde la noche anterior, pensando con qué sorprenderlos, qué novedad aportar a este rito de asar para las mismas personas, por años. Por momentos le asalta la idea de que lo hace exclusivamente para su satisfacción. Pero no puede negar una llamada de las entrañas que le ordena servir. Y entonces, sirve. Otra, no menos atendible, indica cocinar como se estila en su tierra. Entonces, asa.

Frente al refrigerador recorre paquetes buscando los cortes de carne que empleará. Tiene una idea, pero mirar la heladera parece obligarlo a definir. Le asaltan dudas. ¿Pondrá al fuego todo lo que compró? Demora porque la imagen de ella se reitera en cada lugar donde sus ojos miran. Y esa pregunta, que parece cuestionar sus decisiones, se extiende a este tiempo que todavía comparten parcialmente.

Siempre el miedo a que falte comida. Tantas veces sobró...! Ni hablar de si queda se come fría, despreciable premio consuelo. Finalmente lleva todo lo que tiene para decidir más adelante, en el momento de salar. Se recrimina perder el tiempo. Hay que hacer el fuego todavía.

¿Vendrá hoy? ¿Vendrá ella hoy? Los últimos almuerzos en el campo estuvieron marcados por este interrogante. Conocer la respuesta significó bastante más que la calidad resultante del asador. La mirada alejada, dirigida a la tranquera, más de una vez lo llevó a despreocuparse por el famoso punto de la carne, que le diera tanto prestigio entre los invitados del domingo.

El asado es el fuego. Se presenta esta idea como todas las veces y repasa las numerosas extrapolaciones a distintos asuntos de la vida que tiene por indiscutibles. El sexo es a la pareja lo que el fuego al asado. La conducta de los grandes es a la de los jóvenes... lo mismo. En cualquier desarrollo humano, primero lo corporal. En el arte si no tenés maestro, creás para que aplaudan tus tías y eso no sirve. Aplica una suerte de “mínimo común múltiplo” y resume: el sexo, la conducta de los grandes, el cuerpo, los maestros... Claves, verdaderas claves.

En la parte de abajo de la parrilla tiene maderas para iniciar el ritual. Irrumpe una pregunta: ¿Cómo empezó lo de ellos? Fue en el café, a la salida del cine. Cumplía en llevar a Fanny a ver un estreno, como cada mes. Había colocado la silla de ruedas ante la mesa y el mozo todavía no se acercaba. Entró ella con la amiga. La vio y consideró su modo de andar. Ese desplazamiento, tan elegante, parecía estar dirigido a que él lo viese. Y sólo él. La pretendida exclusividad de los varones presiona -por instinto- ante algo importante. Las dos dieron una vuelta inexplicable y terminaron sentándose a la mesa de al lado.

A la derecha, hojas de diario y ramitas finas. A la izquierda, pequeños troncos completamente secos. Afuera, la bolsa de carbón. Se pregunta –como cada vez- si asará sólo con madera o echará carbón al fuego. Otro momento de la verdad. En su cabeza dialogan los argumentos de siempre: que cuánto tiempo tiene, que si cabe hacer esperar lo que demora cocinar con leña, que si les habrán dado algo de comer a los más chicos. Mejor poner un poco de carbón y acelerar el trámite. Imagina un asado futuro, un costillar entero -o hasta un lechón- puesto en la cruz y cocinado al asador, sólo con madera. Pero ahora elige tener todo listo antes y el carbón garantiza que en un rato estará llamando a comer.

Recuerda que pensaba excusas para hablarle, hasta que descubrió el diario en la mesa de ella y entonces, sin otro argumento, se inclinó y amablemente dijo:

-Me lo permitís?

Ella lo vió por primera vez y miró de un modo que a él le alcanzó para continuar:

-Aunque a esta hora el diario de la mañana ya fue.

-Sonará a viejo, - dijo ella desenvuelta, sin querer brillar. Se llevó un cigarro a la boca y como en un juego de prestidigitación apareció el encendedor entre los dedos de él que se puso de pie para darle fuego. El encuentro, inexistente un instante antes, parecía haberse transformado súbitamente en alguna clase de reunión: todos miran a la cara de los otros como reconociéndose, a excepción de Fanny y ella que se ignoran.

Cuando aparecen las primeras llamas siente que va ganando. Se le ocurre que la presencia de velas en tantos rituales humanos representa un reconocimiento al fuego. Lo máximo. Como otras veces, imagina la vida humana sin él y le vuelve a parecer imposible. Cada vez que hace fuego para asar -y no frente a la hornalla de gas- pasa de nuevo por pensar que cocinar fue el gran salto de la especie. Le provoca una sonrisa repetir preguntas que huellan su mente y cuya respuesta no le interesa. ¿Quién habrá combinado por primera vez el ajo con el perejil?, ó ¿Cuánto tiempo los humanos habrán comido sin sal?

En el segundo encuentro, días después, ella le comentaría que la descolocó cuando se animó a hablarle. A la semana siguiente le diría que lo vio grande –con canas- y lo supuso cauteloso, además de comprometido con la mujer a quien conducía. Agregaría que todo le pareció acelerado, pero que aceptó ese ritmo.

Pone carbón sobre las llamas, ayudándose con la bolsa en la que viene envasado. En un punto tiene que apoyarla en el piso y extraer con la mano pedazos más pequeños que, de no hacerlo, caerían de cualquier forma. Se mira las manos: no trajo consigo un repasador. Abandona la bolsa y va hacia la casa. En el camino se lava en la canilla del patio, aunque sabe que volverá a ensuciarse porque falta poner parte del carbón. Termina de secarse las manos pasándolas instintivamente por los costados del jean que lleva puesto.

Fanny se mostró molesta. Hacía varios años que compartían esas salidas al cine y esa noche no encontró eco para sus comentarios. Aún así, un par de veces dijo algo, pero él sólo le ofreció un segundo café. Como jamás repetía, comprendió que definitivamente no contaba con su atención y pidió irse.

Se critica -y a su impulsividad- por hacer todo en forma entrecortada. Tener siempre entre manos dos o tres cosas lo pone mal. Le falta orden, siempre lo mismo. Reflexiona sobre la posibilidad de cambiar hábitos a su edad. ¿Habrá tiempo? Encuentra el repasador y lo sujeta a la cintura por una punta como hacía su padre: entrar a la cocina y ajustar un repasador a su cintura era una sola cosa... Como para él hacer lo mismo y recordarlo.

Parado nuevamente frente a la parrilla comprueba que todos los trozos de carbón han sido tocados por las llamas aunque todavía no se pueda hablar de brasas. Agrega lo que faltaba y apantalla con restos de un diario doblado. Le produce cierto placer ver cómo se elevan las pequeñas lenguas llameantes, tranquilas, rojas. El fuego contesta su mensaje de aire y parece calmado, seguro de que cada uno de esos carbones le pertenecerá en breve. El fuego tiene su propio plan.

Salieron tres o cuatro meses antes de que le presentara al grupo. A ella la tranquilizó saber cuál era el parentesco que lo unía a Fanny, pero siguió pensando que estaba casado, porque nunca la llamaba en domingo. Por su parte, él atesoraba esos vínculos añosos y sentía miedo de introducirla. Sería como reconocer ante el grupo que ya no estaba solo cuando esa condición le había jugado a favor, aumentando su atractivo y hasta cierto liderazgo del que gozaba. Sabía que con ella al lado experimentaría un equilibrio conocido, que necesitaba imperiosamente hoy, y que tenía un costo: generaría controversia con aquel costado solitario de su personalidad, tan seductor.

Elige los cortes y sala. Cuenta más o menos medio kilo para cada persona y un poco más por las dudas (¿qué dudas?). Si ya sabe cuántos son, qué prefiere cada uno, quién come únicamente pollo, quién no prueba el cerdo, quién come la carne reseca y quién casi cruda. Conoce bien a los de esta mesa: los que festejan, los indiferentes, los que se suman y los que comen solos –como los animales- aún en medio de una ruidosa celebración.

Sin embargo, siempre que separa estos trozos de carne el desafío es acertar. Tener lo que cada uno prefiera ese día y servírselo en el momento justo.

Al mes tuvo un viaje que lo alejó de la ciudad por pocos días. La extrañó: no llamó por teléfono desde afuera porque ¿qué podía decirle en dos o tres minutos? No deseaba revelar sus sentimientos, al menos no tan temprano como otras veces.

Se va un ratito porque, si se queda, toquetea el fuego con un palo, agrega ramas innecesarias o lo revuelve y lo retrasa. Es incapaz de permanecer quieto frente a algo que tenga que ver con cocinar. Coloca su silla en un lugar desde donde puede ver todo el parque. “Nada más fresco que la sombra”, piensa.

A su vuelta, ella estaba en el aeropuerto. Tomaron café y se besaron mucho. Ella le contó que como lo extrañaba, decidió llamarlo al celular sin saber que él se lo había dejado a Fanny. Sorprendida al reconocer la voz de la tía, atinó sin embargo a invitarla para ir a recibirlo: un subterfugio para conseguir los datos del regreso, que no tenía. A último momento la mujer la había llamado para excusarse y...

Cuando regresa, el fuego está listo. Manda rojo vivo. Parece apurarlo, como si supiera de la calidad de lo que ofrece y de su duración limitada. Sin hacerse esperar, acomoda paladas de brasas en el piso de la parrilla y con un palo distribuye el fuego, verdadero cocinero. Entonces, con un pedazo de grasa que antes apartó, frota los hierros para limpiarlos y disponerlos a recibir la carne con alegría. Finalmente ubica cada corte según el tiempo que tarda en cocerse.

Con el asado en viaje, la sensación de ocupación febril vira a comienzo de fiesta: es el momento de procurarse algo para beber. A solas todavía, copa en mano, convoca al espíritu de la celebración y brinda con él. Roza el lugar del corazón con la copa, como en una amorosa liturgia que acaba en los labios. Mira al frente y en la tranquera se dibuja el perfil de un automóvil. Es ella. Ya llegó y todo está en marcha.

FUERA DE BORDA




Pasó el pancito por el plato hasta dejarlo limpio. Cuando levantó las últimas líneas de tuco pensó: para los ravioles no hay como un estofadito de pollo... Y enseguida recordó el tiempo en que los jueves iba con el viejo a ese bolichón de la calle Chile, cerca de la comisaría...! El mozo los conocía. Cuando entraban les hacía una seña y si no había cambios, ya gritaba el litro de tinto de la casa, la soda, y el estofado de pollo con ravioles... El viejo gozaba tanto de esos almuerzos...!

-La empresa paga pero elige el postre... –decía. Y se cagaban de la risa de todo.

Charlaban de fulbo, del trabajo... De cine, poco. Al viejo le gustaban las argentinas y en ese tiempo él andaba en la onda del cine europeo. Había descubierto tarde la nouvelle vague, Truffaut... Los italianos, Antonioni... Quería entender a Fellini. Despuntaba Almodóvar... genial! A veces iba hasta tres veces en la semana. Para el viejo el cine era un entretenimiento, llamaba “cintas” a las películas y lo importante era acordarse los nombres de los actores. Sin embargo Julián le contaba lo que le provocaba ver cine y sentía que Don Julio podía compartirlo...

En ese entonces trabajaban juntos. Como sus dos hermanos mayores, había empezado a laburar en la gestoría del viejo. Después la conoció a Matilde y, a poco de noviar, el padre de ella lo hizo nombrar en el ministerio. El viejo le dijo que ni lo pensara, que era una oportunidad. Era lógico que entrara en la categoría más baja, pero el sueldo resultaba el doble de lo que ganaba ahora. ¿Qué iba a esperar...? Lo alentó. Lo que no dijo -quizá no lo sabía- es que en ese punto terminaba su primera juventud... Que aquellos almuerzos de una vez a la semana, entre amigos y con sabor a fiesta, serían reemplazados por cinco iguales, de lunes a viernes, con aliento a soledad.

A los tres, cuatro años, cuando se casó, las cosas con Matilde ya no estaban tan bien. Empeoraron. Ella quedó embarazada en seguida y él no quería que lo tenga. Pobre Fito... Sí, pobre Fito ahora... Pero en aquel entonces él sospechaba que cuando llegara el chico, que todavía no era Fito, las cosas se iban a podrir más. Cuando la madre de Matilde se enteró del embarazo, se rayó. Por poco no se viene a vivir con ellos. Caía a cualquier hora, llena de regalos pelotudos. La empezó a odiar. Matilde se daba cuenta y lo peleaba... Primero cuando la madre se iba y después, como siempre estaba, lo peleaba delante de ella. Un caos. Empezó a irse él.

Volvía tarde. A la salida del laburo se enganchaba con grupos de compañeros que iban a tomar algo. Tragos... Había minas, las que laburaban ahí. La pasaban bien... Hablaba mal de la mujer y siempre alguna le daba calce. Lo querían consolar las muy putas. De última se rajaba al cine, pero últimamente iba poco. No era como antes.

Durante todo el embarazo casi no la tocó a Matilde. Minas no le faltaron, pero además ella estaba en otra. No quería salir casi. Apenas cocinaba y sólo compraba cosas para la casa y para el bebé... A él poca bola le daba. Si le conversaba un tema, no se prendía... Al cine no, porque no quería salir de noche. Que la acompañe al médico... Eso sí, no le gustaba ir con la madre y menos sola. A veces lloraba y si le preguntaba algo decía que era porque se veía fea, que estaba gorda... Boludeces...

Cuando faltaba poco para que nazca el nene, una mina de las del bar le movió el piso. Quizá porque era rubia y el viejo siempre le decía que las rubias te hacen ver el cielo... La cosa que la rubia dijo que el marido tenía una lancha amarrada en Olivos y, en medio de una joda, invitó a conocerla. Casi nadie se prendió. Dos flacos los acompañaron hasta Retiro pero no alcanzaron a subir al tren. Dijeron “hasta mañana” y piraron.

Llegaron los dos solos. La lancha era un despelote. Tenía un camarote con una catrera impresionante y una salita donde estaba el bar, bien surtido. Ella se apresuró a ofrecerle un trago de bienvenida. Julián nunca había estado a bordo y le encantó. La rubia le contó que el marido viajaba a Córdoba por laburo, de martes a jueves. Le dijo que si quería se podían quedar a dormir esa noche. No podía. La jermu estaba con el bombo... No daba.

La rubia se la bancó pero a la semana siguiente invitó de vuelta y esta vez fue él quien les pidió a los cumpas que no agarren. Llamó a Matilde a la hora de la salida y le dijo que se había muerto la mujer del gerente. Cualquiera...
- La mano viene de aguante, - mintió - salimos para el velorio. Pedile a tu vieja que se venga a quedar... Chau, un beso... En cuanto pueda, zafo y voy para casa.

Ni le gustó, ni le creyó del todo... No era boluda Matilde... Sabía que se estaban yendo al carajo. Pero ella estaba embarazada y lo de la madre le gustó... La llamó e invitó también al padre.

Fueron, por supuesto. La hija aniñada por el embarazo y el marido enganchado en la desgracia ajena que dejaba el campo libre... Viva la Pepa. Dueños de la situación, aprovecharon esa noche para proponerle que se fueran a vivir con ellos. Ya estaban grandes... Vivían solos... Iba a llegar el nieto...
-¿Para qué seguir tirando plata en un alquiler...?, -le dijeron. –Si al final la casa va a quedar para vos...

“Si la casa al final iba a quedar para ella...”, repasó. La frase resultó eficaz. Se copó de una manera increíble... De inmediato el departamento le empezó a parecer feo y antes de la mañana siguiente hasta descolgó dos cuadritos del dormitorio.

Julián volvió a las siete de la mañana. Con el tiempo justo para bañarse, cambiarse de ropa y salir a trabajar. Mientras se duchaba, ella entró en el baño. Lo que nunca... con un mate... más raro todavía. Empezó a hablarle del otro lado de la cortina. Por eso no vió la cara que puso él cuando le transmitió “la idea de papá”. Aún enjabonado, desde atrás de la cortina, dijo:
-Pero Mati, esta es nuestra casa...
Y ella:
-Nuestra no es... Nosotros vivimos acá, pero no es de nosotros la casa. Mi papá piensa que...
Julián había comenzado a enjuagarse. Le entró agua en la boca y escupió antes de interrumpir:
-Pero Matilde, nosotros elegimos este departamento porque nos copó, te acordás...? Tenemos la piecita para el pibe... ¿Por qué nos vamos a ir de acá? Yo no me quiero ir de acá. ¿Vos sos loca? ¿Qué tiene de malo este departamento? ¿Qué le falta...? Nosotros vivimos acá y tus viejos en su casa... Y así está todo bien... ¿Cuál es ahora?
-Dejame que te explique la idea de mi papá... Es bárbara. Mirá... él dice que nos dejan toda la parte del frente a nosotros y ellos se acondicionan la parte de atrás de la casa. El chico va a tener jardín, va a poder salir a la vereda, entendés? Acá dónde va a ir? Va a pasear en ascensor el chico? Mi papá pensó bien... Y mi mamá...

Con movimientos enérgicos, Julián retiraba el excedente de agua de sus brazos y piernas. Todavía detrás de la cortina, interrumpió con firmeza:
-Yo no me mudo. No quiero que nos mudemos, no quiero que mi pibe viva en la casa de tu viejo porque va a ser “mi” pibe, ¿entendés? No tiene nada que ver. Bueno, ahora tengo que salir rajando, cuando vengo a la noche hablamos, Matilde... Traéme otro mate, dale...

Las prendas que se había sacado estaban tiradas sobre el canasto de la ropa sucia. Caminando hacia la puerta, con la mirada perdida, acalorada por el vapor del baño y por la recepción frustrante que él diera a su planteo, tomó la camisa y vio las manchas en el cuello. No pudo decir nada. Una avalancha de datos se desmoronó dentro de su cabeza y, en forma automática, volvió la mirada hacia donde estaba él en el mismo momento que, de un tirón, Julián abrió la cortina de plástico con pececitos, que sirvió de telón a la triste representación de su escasa experiencia en trampas. Cuello y espalda exhibían las huellas del combate con la rubia que no había tenido ni vencedores ni vencidos.


Ese día Julián Rodríguez no fue a la oficina. Se quedó porque la señora, que está embarazada, no se sintió bien. Avisó un poco tarde, pero igual le pusieron “ausente con aviso”, para que la falta no pase a descuento. Al mes siguiente se mudó a vivir con los suegros porque ya están grandes, ¿viste? Aparte, para el pibe mejor un barrio de casas bajas... Va a poder jugar en la vereda... Más tranquilidad... ¡con las cosas que están pasando...!

Ya hace casi dos años de eso. Sigue trabajando en el ministerio y tuvo un ascenso importante hace como seis meses, o poco más. Lo que lo jodió fue que al viejo le dio un derrame cerebral y quedó mal, viste? Los sábados se va a lo de los padres, come con ellos, le ayuda a la madre a sacarlo un poco al hombre a dar una vuelta... Como ahora tiene auto... Le trae al nene, que ya camina... Todas las veces no, porque al viejo le da por llorar cuando lo ve.
- Está muy sensible, el doctor dice que es normal después de lo que tuvo, -le explicó la vieja.

El último sábado Julián trajo una película argentina de los años cuarenta. Al principio parecía que el viejo ni miraba -hay ratos que está ausente- pero cuando Libertad Lamarque empezó a cantar, miró. Se ve que el sonido lo atrajo... Las lágrimas afloraron de nuevo. La vieja miró al muchacho y él también lagrimeaba... Es lógico. Ver al padre así es triste para cualquiera, habrá pensado. Y más tarde se lo dijo a la vecina:

-Llora porque casi no puede hablar, pobre. Julián le cuenta sus cosas y a gatas logra hacerlo sonreír un poco. Le muestra fotos de la revista de náutica que compra porque al Julián hace un tiempo le dio como una locura por las lanchas.

El bolichón de la calle Chile, cerca de la comisaría, cerró. Pero la clave de unos buenos ravioles sigue siendo el estofado de pollo. Empujó el plato vacío sobre la barra donde una veintena de hombres jóvenes trajeados y encorbatados, apuran – codo a codo- su almuerzo. La cinta mecánica retira el plato de su vista, llevándolo hacia lo desconocido.

Frente a los postres, no pudo elegir.

lunes, 8 de octubre de 2007


Ni el signo político ni la clase social, ni los enfrentamientos propios de cualquier comunidad, explican por sí solos la enloquecida reacción de quienes en la década del setenta sancionaron con tortura y vejación -en la mayoría de los casos seguida de muerte- las actividades políticas de miles de jóvenes de ambos sexos, pertenecientes a distintas clases sociales, credos y filiaciones, entusiasmados por cambiar el mundo y que fueran invitados a tomar las armas para lograrlo.

Sostengo que las mismas personas que convocaron a estos jóvenes a integrarse a grupos armados con fines poco explícitos, son las que poco después los condenaron a la peor de las muertes.

El orden emocional humano se apoya sobre tres pilares susceptibles de desequilibrarse: el miedo, la ira y la tristeza. Cabe preguntarse sobre la tonalidad perversa del miedo que animaba a estas personas… ¿Cuáles eran las amenazas que sentían cernirse sobre ellos, y que personificaron en sus seguidores? ¿Qué desató su ira? ¿Qué cosa de los jóvenes los enojaba tanto como para compartir la idea de aniquilarlos? ¿Por qué, en tantos casos, se apropiaron de sus hijos recién nacidos, o sea, del fruto visible de su sexualidad? ¿Cuál era el tamaño de su sentimiento de impunidad como para impedirles comprender las consecuencias de lo que estaban haciendo?

De existir, las respuestas a estos interrogantes caerían sobre la sociedad argentina como tardío bálsamo.



SIN GLORIA

Durante el día miles de transeúntes se dieron cita para devorar las pizarras de los principales diarios. A juzgar por las marcas de las ligaduras que presenta su cuerpo -se leía- el joven fue amarrado a ese camastro bastante antes de morir. Seguía diciendo que era dable pensar que había sido torturado y que habría revelado los datos que poseía, motivo principal de su secuestro y posterior asesinato. El vespertino más importante denunciaba que había sido aguijoneado con picana eléctrica en todo el cuerpo, especialmente en las zonas más sensibles.

Esa misma tarde, a la caída del sol, hubo una reunión de “Patria Revolucionaria”, en la zona sur de la ciudad. Era tal la agitación que el jefe, cuyo nombre de guerra era Santiago, se veía obligado a levantar la voz a cada momento para conseguir que los miembros presentes –hombres y mujeres jóvenes- hicieran silencio para escucharlo y escucharse mutuamente.

La razón principal del encuentro era la elaboración de una estrategia para lo inmediato. Resultó olvidada ante la presencia de la mujer de Rolando, el muerto. A todos golpeó la comprobación de su adelantada preñez. Una vez más, una mujer militante se había embarazado, agregando riesgos a los que implicaba operar en la clandestinidad. Pocos podían arrojar la primera piedra en el tema y, además, no era momento para observaciones críticas.

Ella, por su parte, olvidó su condición de combatiente y todo lo que había aprendido y se largó a llorar a gritos. Desconsolada, miró a cada uno a la cara y los insultó. Los llamó “cobardes”, “hijos de puta” y “traidores”. Los acusó de haberlo dejado solo y, peor aún, de haberle pasado información que él, con su nivel de entrenamiento, no tenía capacidad para reservar.

A pesar de que la acusación era grave, casi todos los presentes –incluida ella- sabían que sus palabras respondían a la desesperación. Más aún, a veinticuatro horas de aparecido el cuerpo, Santiago ya sabía que la causa de la muerte de Rolando no era precisamente el desamparo por parte de ellos. Era prematuro hablar de traición, pero había investigado un par de “puntas” y comenzaba a sospechar de un giro extraño en la conducción de las filas propias. No entendía. No podía hablar.

Se cansaron de recordarle que la lucha era la vida de Rolando. Las mujeres se cansaron de intentar abrazarla, los hombres de hablarle, y hasta gritarle, que la muerte del muchacho tenía sentido, que su hombre había sido un guerrero. Todo fue inútil. Ella alargó el silencio, se cerró al consuelo, negó sus ojos a las miradas que querían sostenerla y cayó en una especie de ausencia, resultado del dolor insoportable. Sonó el Radio Llamada de Santiago: al volver la espalda para ir hacia el teléfono, notó que “El Pálido” se acercaba a la joven para abrazarla y besarla.

“El Pálido” era el mejor amigo de Rolando. Militaba, como él, en “Patria…” desde hacía dos años y medio. Habían cursado juntos el final de la secundaria. Estaban en la puerta del colegio el día que Antonio, enviado por el Capitán Amado, se les acercó a conversar por primera vez. Ya en esa charla quedó claro que nunca conocerían al Capitán. Antonio era uno de sus mejores hombres, quizá de los más fieles y, sin duda, de los que más lo admiraban. Amado y Antonio eran militares en actividad y transitaban la segunda juventud. Conducían un grupo armado –cada vez mejor organizado- que reclutaba jóvenes civiles de entre los mejores promedios de cuarto y quinto año de los colegios importantes. Los preparaban para enfrentar a grupos neofascistas que crecían en la sociedad civil a partir del aire que recibían de un conjunto de coroneles retirados que se autotitulaban “Propia Tropa”.

Eliminado Rolando, la vida de “El Pálido” valía poco. El abrazo y el beso de él la llevaron a apoyar la cabeza en su pecho y romper de nuevo en llanto. Él la condujo suavemente hacia la puerta, como si se dispusiera a acompañarla. No dijo una palabra sobre la muerte de su compañero. Cerca de la salida, mirando para la calle, le habló de una reunión. La invitaba a concurrir sobre todo por algo que había dicho Antonio, respecto a que podría llegar a asistir el Capitán. Estaba prevista para el día siguiente, a las tres de la tarde, en el departamentito que alquilaba Antonio en los suburbios. Ella volvió la mirada hacia adentro de la casona como preguntándose algo pero él, con un gesto apenas notorio, volvió a dirigirla hacia fuera.

-Antonio te quiere explicar lo que pasó –le dijo.

En un instante ella recordó los últimos meses. Los momentos en que su compañero le hablaba del futuro y de la Organización. Su hijo crecería en un mundo distinto, al que ellos habían contribuido tomando las armas.

Por supuesto que iba a ir. Tenía que ir. Rolando, en su situación, no hubiera dudado. Además, si podía conocer al jefe era porque su muerte la había colocado en mejor posición. Entre la gente común, en cambio, ella no era nadie. Para reconocer el cuerpo habían llamado a los familiares. ¿Qué sabían de Rolando su madre y su hermana? De sus ideales, de sus propósitos… ¿Qué sabían? Ni siquiera sabían de las jornadas de entrenamiento. No sabían nada.

Le pareció extraño que no se tomaran los recaudos de llamada y contra llamada, como para cualquier reunión, pero no lo consultó con Santiago porque “El Pálido” le dijo que fuera, que ya estaba todo hablado. Que la cosa era con ella y que se trataba de una explicación.

-El tipo es humano, flaca… algo te tiene que decir. Para ellos vos sos la viuda. En el fondo son milicos. Formales, viste?

Cuando escuchó esa palabra volvió a recordar. Ellos no habían querido casarse porque coincidían en que el matrimonio reducía la libertad. Más adelante se casarían ante las leyes revolucionarias. Recordó a su madre, viuda. A su padre, que días antes de morir le regaló el retrato que Perón le había dedicado en el año ´51. Ser llamada “viuda” ridiculizaba su dolor y convertía en grotesca la muerte de Rolando.

Un rato antes de salir de su casa hacia la reunión sonó el teléfono, pero no lo atendió. La situación en que se encontraba daba sólo para usar el Radio Llamada de la Organización. Seguramente, en adelante se esperaría de ella una conducta mucho más reservada. A lo mejor la promovían a “líder de pequeño grupo”, que era donde estaba por ascender su compañero muerto.


La puerta estaba abierta, la cerradura violada. La mujer entró, llorando. Hasta hacía pocos días aquí había vivido su hija con Rolando. Una vez, por teléfono, le contó que lo adoraba. Nunca había podido visitarlos, pero reconocía el lugar, como un rato antes había reconocido el cuerpo de Silvia.

Lloraba por ella. Lloraba también por el embarazo cercano al término. Cripta helada donde su nieto, contando con el espacio, no había hallado el tiempo. Lloraba por tantos jóvenes que todavía creían. Soñadores de la libertad, confiando en estos asesinos, hijos de mil putas, que se aprovechaban de su romanticismo. Convocados a una lucha despareja en la que sus propios jefes –ahora lo sabía- los condenaban a morir sin gloria. Desaparecidos…

Todo estaba revuelto. Había pasado apenas una semana y ya alguien había venido y se había llevado cosas. El televisor dejó abandonada su mesa. Cables por el suelo, dos parlantes con la tela rota a navajazos. El lugar de la heladera era un cuadrado de pelusas sobre las baldosas de la cocina. Estanterías en el piso, pequeños adornos rotos, cajones vaciados sobre la cama, libros tirados.

El cable del teléfono estaba cortado. Sacó el cassete del contestador y lo guardó en su cartera. Por si las voces de ellos estuvieran grabadas. Un recuerdo. A lo mejor, el único.

Salió como había entrado: loca de dolor. La calle intentó tapar su pena con lo más común de la vida. La continuidad hueca de hacer la fila, subir y bajar del colectivo, parar el taxi. En ninguna de esas circunstancias tenía cabida su drama. De todos los que veía, nadie había tenido que reconocer hoy el cuerpo de una hija, muerta en una operación de guerra que ni siquiera saldría en los diarios.

Varias veces en el trayecto creyó que la seguían. Llegó aterrorizada. Entrar y poner el cassete en el grabador fue todo uno. El último mensaje no había sido escuchado. Contando con los datos que le dieron en la morgue, dedujo que había sido grabado unas cuatro o cinco horas antes de la muerte de Silvia. Era la voz de un muchacho, al que no conocía. Sonaba afectuoso, nervioso, conmovido también:

-Flaca, soy Santiago. Malas noticias, negra… Te tenés que ir. Creo que nos equivocamos. Algo pasa con el Capitán, que no entiendo. Antonio no me quiso atender por teléfono. Me olió mal cuando me llamó “El Pálido” para decirme que anticipabas tu internación. Tampoco sé por qué tenés pinchado el Radio. Andate. Es mi orden. “Las chicas” tienen tu disfraz y pasajes. Te esperan en equis cuatro, hoy a las cinco y media de la tarde. Sé puntual. Vas a Río y de ahí a París. Te queremos, flaca. Cuidá tu pibe. A partir de ahora, el sueño será volver a luchar juntos.

Graciela Berchesi

EPIGRAFE


"Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días sonámbula y transparente..."
Alejandra Pizarnik
Árbol de Diana


Suelo experimentar la sensación de que una palabra me ronda. "Quiere ser escrita" advierto, sabiendo que difícilmente cejará. Normalmente ella proviene de un hecho que se abre paso desde los primeros años de mi vida.

Vale aclarar que esos que llamo "primeros años" se alargan con el paso de los últimos. Mientras tuve cuarenta... y más, los únicos generadores de mis intentos literarios eran episodios vividos por mí hasta los siete. Hoy, cerca de los sesenta, se ha ampliado el ingreso y me está permitido iniciar historias con recuerdos provenientes de hasta los catorce o quince... Es imaginable, por lo tanto, que me sucede cada vez con mayor asiduidad. Quizá es por esto que día a día me acomete la idea de que escribir debería ser mi oficio.

Ocurre siempre igual: la palabra aparece sola, inofensiva, sin el mínimo respaldo siquiera de una anécdota... Ni hablar de fantasías y mucho menos de ficciones que pudieran sospecharse sus parientes. Eso sí: porta un bolsito, usualmente marrón, que contiene lo que llamaré "sentires" y catalogaré de diferente forma. Los hay básicos, muy sencillos aunque infaltables para mí, como olores, sabores o imágenes... y otros más complejos que por lo común acarrean emociones, cuyo manejo me da trabajo. Es común que mi intelecto, prejuicioso y por demás estructurado, quiera inspeccionarlas; y también es frecuente que no sepa distinguir entre asuntos tan diferentes como el miedo y la ira, por lo cual todo se tornará difícil.

Volviendo a la palabra, al principio parece que acepta todas las condiciones que le imponga, con tal de ingresar a mi mundo cotidiano. Trae un plan y quiere quedarse para cumplirlo. Eso la hace dócil, simpática, fácilmente recordable y hasta servicial. Muestra que puede mezclarse con frases musicales porque descuenta que me agradan las canciones. Lo hace con gracia, debo reconocerlo. En ese tiempo me muevo por la casa como conducido por un ritmo distinto, que levanta mi estima y me recuerda a las sensaciones que tengo cuando bebo alcohol o cuando bailo. La mente cede espacios, corre cortinas oscuras, deja entrar nuevas luces, prueba nuevos recursos. Sin llegar a festejar, casi no censura...

Crisálida lanzada, la palabra recorre febrilmente su camino, aunque no me dé cuenta. Sólo percibo lo que quiere mostrarme mientras avanza por mi territorio, casi sin apoyos. Un día -que a veces es apenas el segundo o tercero después de la irrupción- comprendo que ha hallado alianzas en los sucesos que protagonicé. Un sueño como mínimo, cuando no un intercambio con alguien o, simplemente, una escena que presencié en plena calle, le dio suficiente aire para presentarse oficialmente. Cuando esto ocurre pierde toda su modestia, se viste con lo mejor que tiene y aparece desfachatadamente acompañada.

El clima de mis días posteriores es inestable. Obediente, busco el momento del apasionado coito que nos llevará a ambos a perdernos en el rumbo que ella trajo. Soy su amante por varias horas. La escribo en mis hojas con fruición, la muerdo y poseo sus matices e inflexiones como si fuera la primera vez. La aplasto contra los papeles y le hago darme todo lo que contiene, obligándola si es necesario. Ella no es menos imperativa: no me deja ir hasta que la exploro exhaustivamente y sólo me larga cuando no tengo más nada que decir de ella; y antes de llegar a ese momento me dispara -sin error- una situación que yo conocía pero había olvidado, en la que tuvo un papel determinante. Su precisión seduce a mi mente que se rinde y entonces, en un alocado "menage a trois", gastamos lo que queda.

Si duermo, cuando despierto está esperándome. Se diría que me vigila. Los papeles manoseados indican que no durmió y que por el contrario se revolcó -incansable- durante mi sueño. Sé que su proceder altera mi descanso pero no puedo evitarlo y, a veces, me parece que no quiero. A esa altura yo también estoy enloquecido por ella y repaso sin límite la anécdota que trajo, para ver si encuentro los giros buenos para hilvanarla… Corrijo, remiendo y le canto en voz alta cada línea, buscando su aprobación.

Quiere quedar como una estrella. Quiere que alguien recorra su propuesta y resulte seducido, porque eso es lo que considera un éxito mayor. Cree que es el único modo de incursionar en las ideas de quien lea, y así repetir su hazaña indefinidamente. Le importa dejar claro que ha sido su virtud hacer pasar la belleza por un hecho vulgar y transformarlo. No le importa esperar... no desespera. Se manifiesta como puro aire.

Sé que al retirarse ufana -como antes otras- quedaré descansado, equilibrado. Con la pasión satisfecha una vez más. Escapado de nuevo del vacío. Del miedo a no ser elegido alguna vez... y que las musas me esterilicen con su ausencia.

Graciela Berchesi